Escuche el Canto del Tocororo (MP3, 842 Kb)
Enorme o discreta como un colibrí, en astas o sobre apoyos sorprendentes, a veces inimaginables, la bandera cubana asoma en los espacios más diversos de la Isla. A veces lo hace en su más intenso colorido; otras, algo más pálida si ha luchado contra el tiempo. Lo invariable en ella, sin embargo, es una lindura de la cual sus dueños se enorgullecen, y que nace de su diseño tan sencillo, de su perfecta combinación de líneas y colores, y sobre todo de lo que, condensadamente, inspira y entraña.
El cubano no es dado a lo solemne, aunque sabe cuándo hay que rendir honores, sobriamente, a determinados emblemas. Se estira y enternece, por ejemplo, si hay que cantar el Himno Nacional y la bandera acompaña ese acto breve, casi puro. Pero una reafirmación no menos cardinal acontece el resto del tiempo, allí donde se mezclan lo mundano y lo sublime, donde se libran las batallas por la vida y la gente planta el icono tricolor en medio del paisaje cosido a urgencias, no lejos de las cazuelas, de los santos, de las tendederas lloronas, del cuchicheo apoyado sobre los balcones añejos, del grito, del beso, del baile, de ese filosofar de esquinas que desmenuza todo asunto del diario.
La gente planta bandera sin sonrojos, casi siempre humildemente, dando por hecho que quien ama no profana, y que si se sobrevive a toda adversidad en el discurrir de los días y las noches, ya se están poniendo a salvo cosas sagradas, como esa bandera que es siempre la misma, aunque esté sobre los hombros sudados de una muchacha. Que es siempre igual por una sencilla razón: antes que todo, fue encajada, cuando nacía la Nación, en el montecito emocional de los cubanos.
Estas imágenes forman parte de la exposición fotográfica «Cincuenta veces Cuba», que Kaloian realizó inspirado en cómo la bandera nuestra asoma en los espacios más diversos de la cotidianidad.
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