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Luis Orta: La revelación más feliz

Luis Orta ganó el título más sospresivo para Cuba en Tokio, Foto: Ali Atmaca/Anadolu Agency via Getty Images.

Luis Alberto Orta parece un muchacho retraído, tímido a la hora de hablar, callado. Solo quien lo ve sobre un colchón de lucha entiende ese otro rostro de su personalidad que no conoce de tranquilidad y silencio. Entonces no se está quieto, ataca, suda, forcejea, como si hubiera guardado cada palabra para desbordarlas sobre una lona a la que llegó cuando apenas tenía ocho años de edad. Ahora está a punto de cumplir 27 y toda Cuba lo conoce.

Cuando niño jugó pelota en las calles y practicó natación, pero el agua y las brazadas no eran suficientes para canalizar tanta intranquilidad y enseguida se cambió a la lucha. Comenzó como muchos otros atletas, en una de las tantas áreas deportivas existentes en los barrios.

Luego su talento lo llevó a las escuelas especializadas en la formación deportiva, y de ahí al equipo nacional. Se dice fácil, pero no es sencillo llegar allí en un deporte con sólida tradición en la Isla. En 2018 ganó los Juegos Centroamericanos en el Caribe y su carrera echó a andar, pero un año después terminó en bronce en los Juegos Panamericanos, un resultado inesperado para él.

“Fue una vivencia dura —dice— pero la fui superando poco a poco con entrenamiento y trabajo sobre los errores para sacar lo positivo”. Así enfocó la vista en Tokio, primero conseguir la clasificación, luego “dar lo mejor de mí e ir un paso a la vez”.

Luis fue ganando combate a combate. Foto: Ali Atmaca/Anadolu Agency via Getty Images.

El primer objetivo lo consiguió en marzo de 2020, justo un mes antes de que la pandemia obligara a posponer los Juegos Olímpicos. “Los meses siguientes fueron difíciles —asegura— pero mis entrenadores me enviaban a la casa los ejercicios que debía realizar y así pude mantener una buena preparación física”.

El segundo propósito lo inició el pasado primero de agosto, cuando venció a tres rivales para asegurarse un puesto en la final del día siguiente. Al primero lo dominó sin problemas, un resultado que lo puso frente al ruso Sergey Emelin, doble medallista mundial y bicampeón europeo.

Luis comenzó debajo el combate. Tres puntos demasiado difíciles de remontar frente a un hombre favorito al título, pero el cubano cumplió aquello de ir poco a poco hacia su meta.

Orta fue empuje y valor. Una y otra vez le tomó el brazo derecho, le apretó la muñeca, el bíceps, y a la primera oportunidad ya tenía dos puntos a su favor. Insuficientes todavía, pero aun quedaba historia. Luis siempre hacia adelante, hacia el sueño, y tanto insistió hasta que sacó al ruso del área válida para el combate. Igualdad, y así llegó el descanso.

Tres minutos después el cubano se arrodilló sobre la lona y se echó a llorar. “Cuando le gané al ruso sabía que podía estar en la final” —confiesa ahora—, pero no olvida aquellas lágrimas de felicidad, de saber cuánto valió no ceder ante los pronósticos y volver a sacar a Emelin de la franja naranja para conseguir el punto de la victoria.

En las semifinales ganó por superioridad frente a otro medallista mundial. Ya era al menos subcampeón olímpico, pero Luis aun debía cumplir un ritual. Cuando despertó ese día habló con una foto de su niña recién nacida y le pidió “fuerza e inteligencia para llevar los combates”; cuando regresó en la noche hizo lo mismo y le agradeció por todo. A la misma vez era el luchador y el papá, el vencedor de todo a los pies de su hija.

“Al otro día hice lo mismo antes de ir a discutir la final —recuerda—, y cuando regresé le dije que esa medalla era para ella, que esté muy orgullosa de su padre”. Y había razones. El japonés Kenichiro Fumita también llegaba como favorito a la final, pero Orta no le dio demasiado espacios. Estaba decidido a aportar el primer oro cubano, a emular con Mijaín López en una jornada de dos títulos soñados.

“Competir el mismo día que él me dio fuerzas para no ser menos —cuenta—. Me aconsejaba que no tuviera presión y disfrutara la competencia, porque unos Juegos Olímpicos no se parecen a nada. Al final lo hice así y todo salió bien”.

Luis Orta demostró su talento en Tokio. Foto: Tom Pennington/Getty Images.

En esa final Luis vestía de azul. Desde la esquina, sus entrenadores lucían ropas de ese mismo color, como si también ellos lo impulsaran desde una de las esquinas del tapiz. Raúl Trujillo, el preparador principal, más callado desde el borde de la lona; Filiberto Azcuy, un bicampeón olímpico, más impetuoso. Desde Cuba, Leonel Pérez pendiente a cada gesto de su muchacho.

En la Isla otros millones de ojos siguieron la actuación de Orta. Desde su barrio de La Güinera pocos fueron los que durmieron esa madrugada para verlo. “A ellos les dedico la medalla, para que la disfruten como mismo lo estoy haciendo yo”.

Luis no deja de mencionar a su madre, a su hermana, a su esposa, sus suegros, sus amigos y al resto de su familia. No quiere obviar a nadie, porque sabe que cada resultado es fruto del aporte de mucho.

“Soy una persona que le gusta estar en casa, con mis amigos y mi familia. Eso me hace muy feliz. Ahora lo que toca es seguir trabajando para cada vez que represente a mi país poner la bandera en lo más alto —asegura—. Quiero ganar los títulos que me faltan y para eso tengo que trabajar más duro que antes”.

Cuando habla con esa convicción es como si supiera que esta medalla marcará su vida. Lo hará porque fue nuestra primera corona en Tokio 2020, porque significó el octavo título para la lucha greco bajo los cinco aros, y también porque él, con su carisma, su voluntad y su espíritu de victoria, se encargó de convertirse en la revelación más feliz de Cuba en los Juegos Olímpicos.

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