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José Martí y las reliquias de la muerte (+ Fotos)

En el Museo Bacardí se exhibe el instrumental, restos del ataúd, fotocopia del dictamen emitido por De Valencia, y el número del nicho (134) donde fue inhumado Martí. (Foto: Archivo del autor).

Duermen, sin otros fulgores que los que le otorga la leyenda. Un costotomo, un martillo, una segueta sin hoja y un pequeño serrucho –expuestos de izquierda a derecha, en ese orden– forman parte de la colección que atesora el fascinante Museo Emilio Bacardí, de Santiago de Cuba.

Frente a la vitrina evocadora muchos visitantes permanecen extasiados, con la mirada del recuerdo perdida en aquellas horas aciagas cuando esos utensilios lúgubres y rudimentarios entraron en el alma de la Patria, y cobraron el valor de la veneración.

¿Por qué son tan especiales? ¿Cuán auténticas pueden ser esas reliquias? ¿Cómo llegaron allí? ¡Si pudieran hablar…! Guardadas con celo –aunque también con cierto desaliño– sobre soportes de acrílico y un fondo de tela roja en una vitrina de cristal, guardan, a su vez, una historia extraordinaria: son las cuatro piezas que se conservan del instrumental empleado en el procedimiento médico forense del cadáver de José Martí.

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El Dr. Antonio Cobo, su hija Dra. Yanín, y el reconocido Dr. Jorge González. (Foto: Cortesía de A. Cobo).

Donde el mortal común y corriente ve la implacable finalidad de la muerte, el doctor Antonio Cobo Abreu halla la punta del hilo de una trama inimaginable.

Durante más de 30 años de ejercicio profesional tratando día a día con las complejidades de la labor serial forense, este médico santiaguero –septuagenario ya jubilado– ha desentrañado las intrigas de casos criminales, escudriñado sórdidas patologías y conocido los misterios del cuerpo humano sin vida. Su lema de oficio: “aplicar en cada actuación el conjunto de conocimientos y metodologías de la medicina legal, vinculando otras ciencias auxiliares y aspectos de interés histórico, social, religioso y jurídico”.

Por eso, su reputación sobrepasa las fronteras del truculento mundo de las autopsias y la tanatología. En su vasta carrera; o mejor, para ajustarme a su máxima: en esa búsqueda casi mítica de la verdad más allá de las apariencias, el doctor Cobo ha logrado trenzar su profesión con los temas de historia de Cuba; otra de sus pasiones. Es un hombre culto.

De esta faceta, que ha desarrollado con modestia portentosa, se pudiera armar un micromuseo. Ha incursionado en investigaciones arqueológicas en asentamientos aborígenes, en antiguos cafetales franceses, y en exhumaciones de personajes ilustres como el expresidente dominicano Francisco Henríquez y Carvajal, y el último médico que asistió a Napoleón Bonaparte, entre otras.

Pero en su abultada hoja de servicios filantrópicos, hay en particular una obra de rescate patrimonial a la que Cobo puso todo su entusiasmo, cerebro y corazón.

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En Remanganaguas late la huella martiana. (Foto: Archivo del autor).

El corazón de Martí –junto a otras vísceras– queda enterrado en Remanganaguas. Por eso, los fervientes habitantes de ese pueblito –de la Cuba profunda, presa del olvido en el santiaguero municipio de Contramaestre– sostienen, con humildad y hondo orgullo, que en ese lugar yace el alma de la Patria. Late.

Remanganaguas estaba entonces en el mismo Camino Real. Según la tradición oral, su peculiar toponimia se debe a cuando las mujeres se remangaban las naguas (sayuelas) para cruzar los ríos. Es un cuadro de senderos angostos, cruces de arroyos, barrancos, lomas de fondo, montes, trinos de aves, bohíos camuflados en el paisaje, gente noble que saluda sin conocerte.

Ese barrio se graba en la historia cuando en la mañana del 20 de mayo de 1895, la columna del coronel español Ximénez de Sandoval lleva allí como trofeo el cuerpo inerme de Martí. Atravesado en el lomo de un caballo entra el cadáver al caserío. Es tirado en el patio del fuerte, donde a modo de recompensa se reparten entre la tropa los 500 pesos que le han saqueado; con ese dinero compran ron y tabacos en la bodega local. También le sustraen los papeles, la escarapela (de Céspedes, dicen), el cortaplumas, el cinto, el revólver, el reloj, el anillo… Botín de guerra. Todo se reparte.

Dispone Sandoval la inhumación. Alrededor de las tres de la tarde; o sea, 25 horas después de caer crucificado a balazos, cuatro soldados trasladan envuelto el cuerpo al cementerio. Llovizna. Lo lanzan a una fosa poco profunda, semidesnudo –solo vestía el pantalón-, sin ataúd, directo en tierra enfangada. Encima colocan a un muerto español. Con dos piedras en los extremos marcan la vulgar sepultura. No hay oración fúnebre. Ni cruz. Ni acta. Silencio.

Desde el portal de su casa una anciana lo ve todo: “Era como un Cristo. ¡Qué desesperación, asombro y tristeza nos dio!”. Ese testimonio –junto a otros de aquellas jornadas tristes– ha sido divulgado por el periodista Arnoldo Fernández Verdecia, investigador al dedillo del tema y coautor del libro José Martí: el Apóstol de Remanganaguas (2020).

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El intenso dramatismo de la muerte en Dos Ríos (1952), óleo magnífico de Carlos Enríquez.

Y vaya símil hizo aquella abuela. “¡Por Cuba, me dejo hasta clavar en la cruz!”, ha profetizado un rato antes el Maestro, frente a 400 mambises en el campamento de La Vuelta Grande. Les habla de sacrificio y muerte, también de victoria. Es su último discurso. Su verbo encendido, inédito en la manigua, endiosa a quien lo escucha. Es tal el arrebato que, al sonar el cornetín belicoso un par de horas después, cargan en estampida frenética y desordenada.

El coronel Sandoval, buen militar sin duda, ha posicionado su columna de manera tan clarividente que la vuelve inexpugnable. El reto encoleriza a Máximo Gómez. “¡Hasta aquí, Martí! Este es su lugar: la retaguardia”, le espeta el Generalísimo, y se marcha a la cabeza de la caballería en un fútil intento de remediar una refriega descabezada desde el inicio. Está tan deseoso de dar un segundo Palo Seco que se concentra en el combate y se olvida del patriota más valioso de todos.

Sin embargo, no ha venido Martí de predicar la guerra en la tribuna del exilio para encasquillarse a la hora buena. Ya es un Mayor General. Es su bautismo de fuego. “Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella en vez de acabar. Para mí la patria, no será nunca triunfo, sino agonía y deber”, había escrito a su amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal, el agitado 25 de marzo (ese mismo día firma el Manifiesto de Montecristi y redacta la amorosa despedida a su madre “en vísperas de un largo viaje”).

“¡Joven, vamos a la carga!”, convoca resuelto al alférez Ángel de la Guardia, de la fuerza de Bartolomé Masó. Un Ángel lo acompaña. ¿Ironía del destino o rara coincidencia? En enero de 1853, el bebé Pepe Martí había sido bautizado en la iglesia del Santo Ángel Custodio.

¡A caballo! Espolean. Cruzan la talanquera de la casa del prefecto Pacheco. Pero no giran a la izquierda tras el rastro de Gómez ni a la derecha por donde fue Paquito Borrero, sino que siguen recto, por el mal camino.

Entre el maniguazo y la humareda blanca de la pólvora negra se distingue un hombre vestido elegante: sombrero de castor negro, saco oscuro, pantalón claro, botines negros y el revólver con empuñadura de nácar (obsequio de Panchito Gómez Toro). “Iba como para una boda”, sentenció magistralmente Eusebio Leal en el documental Dos Ríos: el enigma. Por si fuera poco, merodea sobre el no menos llamativo Baconao; el caballo nevado que le regalara José Maceo a dos semanas de desembarcar por Playitas. Es un foco inusual para la guerra. Blanco fácil.

Envuelta en el yerbazal, una avanzada española se sorprende de lo cerca que está ese audaz mambí de la boca de sus tercerolas Remington. Le abren fuego. Tres balas de una descarga cerrada impactan la carne del jinete. Suelta las bridas del corcel. Se desploma ensangrentado: rotos el pecho, el cuello, la pierna derecha. Poco después del mediodía ha caído, entre un fustete y un dagame, aquel que todos llaman ya Presidente. La catástrofe. Las mil y una versiones. Nacía el Apóstol. “El misterio que siempre nos acompaña”, diría Lezama.

Un análisis más profundo del Gólgota martiano, a partir del inteligente comentario de fuentes primarias exclusivas y aristas polémicas, puede tenerse en Dos Ríos: a caballo y con el sol en la frente (2013), del reputado historiador Rolando Rodríguez.

En resumen, la fatalidad había tendido su manto sobre el campo de Dos Ríos el domingo 19 de mayo de 1895. “Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí, ya es hora”, expresó –como un déjà vu– a Henríquez y Carvajal, en la citada carta. ¿Moría a destiempo el redentor de Cuba? ¿O moría a su hora?

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Pablo de Valencia joven. (Foto: Cortesía de A. Cobo),

En mala hora. Eso fue lo primero que pensó el doctor Pablo Aureliano de Valencia y Forns cuando le dieron el mensaje del general Juan Salcedo, jefe del distrito militar de Santiago de Cuba, que le indicaba cabalgar hasta el poblado de Remanganaguas con una encomienda importante. En la ciudad ya corría la voz de la caída en combate de Martí, pero para despejar equivocaciones, ni corto ni perezoso el capitán general Martínez Campos ordenó establecer la identidad oficial del muerto y, de ser cierta, conducirlo a la capital del departamento oriental.

Justamente, para esa misión fue escogido De Valencia, graduado en España y especializado en práctica forense. Tenía casi 23 años y, aunque radicaba en Santiago, había nacido en La Habana el 29 de junio de 1872. Fue su padre el profesor Pablo de Valencia García, quien impartía clase cuando las milicias de voluntarios fueron a buscar, por segunda vez, a los estudiantes de medicina, en los trágicos sucesos de noviembre de 1871.

Pablo de Valencia poco antes de morir. (Foto: Cortesía de A. Cobo),

Para cuando el doctor De Valencia y Forns –acompañado por su ayudante– tuvo ante sus ojos el cadáver de Martí, a las cinco y media de la tarde del jueves 23 de mayo, habían transcurrido desde la defunción cuatro jornadas. Y entre estas, las 72 horas que pasó sepultado en pleno fango. Exhumado, sobre unas tablas al aire libre: el cuerpo pálido, escalofriante… está en avanzado estado de descomposición. Un olor acre golpea como un portazo las narices presentes. Larvas y moscas abundan en afán de rapiña. La escena es patética. Duele. A oscuras procede la operación.

Y aquí abrimos paréntesis, o debate: consistió en un embalsamamiento imperfecto, y no en una necropsia o autopsia como han sostenido, inexactamente, varios periodistas, investigadores y opinantes del tema.


“Aunque dicha fotografía está sacada a los ocho días de muerto […] todos han reconocido al revolucionario señor Martí”, escribió el reportero gráfico Higinio Martínez al director de La Caricatura, donde se publicó la imagen del muerto. (Foto: Archivo del autor).

“Técnicamente, el doctor De Valencia realizó aperturas de cavidades y evisceración, excepto la cavidad craneal, con fines de preparar el cadáver para su traslado a Santiago. En el dictamen emitido no hace referencia al estudio del interior, ni a la trayectoria de los disparos, solo del exterior y otros aspectos de interés para precisar su identidad personal”, esclarece desde su experticia el doctor Cobo Abreu; por demás autor de la monografía Reflexión médico forense de la muerte de Martí en Dos Ríos (2017).

Provisto de información mínima sobre los rasgos fisonómicos, algunas señas particulares dadas por personas que le habían conocido y otros datos odontológicos, De Valencia concluye que se trataba de José Julián Martí Pérez. Sobre el episodio mortal apunta las tres heridas por arma de fuego y nota varias laceraciones epidérmicas, evidencia de la torpeza con que manejaron el cadáver en el camino.

“Una vez identificado se procedió a su preparación y conservación para su inmediato traslado”, asentó, de puño y letra, De Valencia en su acta correspondiente. Por cierto, de ese documento –fechado en Santiago de Cuba el 26 de mayo– ha trascendido un trébol de versiones, entre las que hay curiosas afirmaciones y sutiles diferencias; pero en ninguna se mencionan las palabras necropsia o autopsia. Una fotocopia del original es visible en la propia vitrina del Museo Bacardí. Queda claro que el facultativo no tuvo propósitos mayores. La putrefacción y la amenaza de un asalto mambí para recuperar el cuerpo tampoco le permitían hacer demasiado.

Con el objetivo de atenuar el proceso de descomposición, el forense extrae las vísceras y el corazón –y los tira envueltos en la fosa abierta–. Luego procede a administrarle en las partes blandas unas 300 inyecciones de solución de bicloruro al uno por ciento, rellenarlo con algodón desinfectado y suturar el tórax. También pone algodones en la boca. Con otra solución de alumbre y ácido salicílico preparada en agua hirviendo, aplica una especie de barniz al difunto. Más o menos así lo describe un reportaje del corresponsal Eduardo Varela Zequeira, en La Discusión del 31 de mayo de 1895.

Una vez listo, lo introducen en el féretro encargado al carpintero Pedro Ferrán con Jaime Sánchez como ayudante. Les pagan ocho pesos por el servicio. Es un ataúd tosco de tablas de cedro, con tirillas de lata para flejarlo, cera amarilla en los huecos y tachuelas de las usadas para forrar taburetes. Un cristalito en la tapa hace de ventana para ver el rostro inanimado.


Ilustración publicada en la prensa de la época del supuesto ataúd en que fue conducido el cuerpo a Santiago. (Foto: Archivo del autor).

Atado a una parihuela tirada por dos caballos y a marcha forzada, un batallón de 1 500 soldados mandado por el teniente coronel Manuel Michelena conduce a Santiago el cuerpo bendito. Su última peregrinación –nada pacífica por los porfiados intentos de rescate de Quintín Bandera–. El 27 de mayo de 1895 es sepultado en el nicho 134 de Santa Ifigenia. El propio Sandoval, en un acto de remordimiento quizás, despide el duelo. En Piedras imperecederas: la ruta funeraria de José Martí (1999), de Aida Morales y Omar López, se detallan de manera soberbia los cinco entierros martianos.

Jaime Sánchez vivía aún en el año 1922. Compartió sus anécdotas y ubicó en el cementerio de Remanganaguas el cuadrante aproximado del hecho. Donde señaló su índice se erigió un obelisco en enero de 1942. En mayo de 2003 fue declarado Monumento Nacional. Aun así, y vaya pesar profundo entre las penas sin nombre, pocos cubanos han acudido a poner flores en esa tierra sagrada.

Sobre las siete de la noche, a la luz de unas velas mortecinas, el doctor Pablo de Valencia da por terminada su intervención. Metódicamente, limpia y guarda sus instrumentos, como si presagiara que 100 años después volverán a la luz. Serán noticia.

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Recorte del periódico Sierra Maestra -mayo de 1995- en el que se informa la donación de las reliquias. (Foto: Cortesía de A. Cobo).

La noticia la dio el semanario santiaguero Sierra Maestra, el 27 de mayo de 1995. El doctor Antonio Cobo Abreu conserva el recorte de prensa, como recuerdo personal y evidencia. Fue él quien concibió el rescate y destino final del instrumental quirúrgico usado para embalsamar a Martí.

Desde 1994 empezó a cavilar el rescate de esos objetos patrimoniales, relata. Deseaba unirlos con otros ligados a la muerte del Apóstol que ya estaban en el Museo Bacardí y para eso no había mejor motivo que el cercano Año del Centenario de la Caída de Martí.

Entonces, el doctor santiaguero se dobló las mangas al codo y puso manos a la obra. Largo fue el camino, en el que logró sensibilizar e involucrar a colegas, amigos y hasta desconocidos en su plan. A esas alturas, las piezas en cuestión aguardaban en un rincón del vestíbulo del actual Instituto de Medicina Legal. ¿Cómo fueron a parar a La Habana desde Oriente? Pues aquel instrumental que llegó a las entrañas de Martí tuvo su propia hoja de ruta.

Poco tiempo después de haber realizado el trascendental embalsamiento, Pablo de Valencia decidió mudarse a Manzanillo. Así reveló Rodolfo –uno de sus 13 hijos– a Antonio Cobo cuando este, desdoblado en un Sherlock Holmes de la historia, siguió persistentemente el rastro a los útiles, a fin de preparar el expediente que debía presentar en diferentes instancias provinciales y nacionales de Patrimonio y Gobierno, si quería lograr su cometido.

En su nueva locación, a orillas del Guacanayabo, el doctor De Valencia ejerció la medicina y contrajo matrimonio con la señorita Zenaida Guinot Fonseca. Enfermo, lo llevaron de vuelta a Santiago para ingresarlo en el Sanatorio de la Colonia Española. Allí murió el 7 de enero de 1931, a los 58 años, y quedó inhumado en Santa Ifigenia. Sus restos fueron exhumados y trasladados al panteón familiar en Manzanillo por otro de sus hijos, José Luis de Valencia Guinot, juez de Niquero entonces. Este acabó custodiando los instrumentos y estuvieron en su poder hasta enero de 1953, cuando en el contexto de las actividades por el Centenario del Natalicio del Apóstol, los donó al destacamento de la Marina de Guerra de Cienfuegos.

Luego fueron cedidos a la Academia Naval de Mariel. Durante los ocho años que radicaron allí, los museos de Santiago de Cuba, Cienfuegos, Cárdenas y La Habana reclamaron, sin éxito, su posesión. Si bien hay testimonios que refieren haberlos visto en la Cátedra de Medicina Forense del Hospital Calixto García en algún período intermedio, en marzo de 1961 fueron traspasados al antiguo necrocomio de La Habana –hoy Instituto de Medicina Legal– donde permanecieron más de 30 años; hasta que el proyecto ideado por Cobo los fue a buscar.

El profesor disecciona sus remembranzas de manera meticulosa. Con tal agudeza cuenta que Rodolfo, el hijo de De Valencia, le confirmó buena parte de ese itinerario y hasta le precisó que el instrumental estaba compuesto por más piezas que las cuatro conocidas. Suponen que habrán sido saqueadas por algún fanático coleccionista, tal vez extraviadas.

Después de meses de gestiones, reuniones y controversias con autoridades patrimoniales y gubernamentales, Cobo consiguió finalmente el permiso de la Oficina del Historiador de la Ciudad. Varias cartas –en su poder– dejan leer la adhesión del inolvidable Eusebio Leal al plan. “Nuestro objetivo pudo cumplirse gracias al apoyo incondicional del doctor Leal y de Joel James Figarola, en ese momento director de la Casa del Caribe. Ambos, figuras ilustres de nuestra cultura nacional”, reconoce.

Carta de Eusebio Leal en la que manifiesta su satisfacción al saber que el proyecto de Cobo ha tenido éxito. (Foto: Cortesía de A. Cobo).

Sorteado el camino de la burocracia y casi al límite del tiempo previsto, en la primera semana del mes de mayo de 1995, el cofre de Martí –como también le llamaban– fue entregado, sin ceremonia de bombo y platillo, a la doctora Yanín Cobo Montañés. Como ella era residente del Instituto, santiaguera y –por mayor suerte– hija del autor intelectual del proyecto, fue la candidata ideal ante los ojos del entonces director del centro, doctor Jorge González Pérez, para el traslado a la heroica ciudad.

La joven tomó el vuelo de la noche llevando el cofre en las manos, y el infaltable papeleo con cuños y firmas por delante. “Recuerdo que era algo pequeño, no pesaba, pero sentía que llevaba conmigo una responsabilidad enorme. Aquello era muy valioso y emotivo”, evoca ella. Su papá, martiano devoto, la educó siempre en saber que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz. Apenas puso un pie en la tierra caliente, casi primero que el abrazo de bienvenida, dio al padre el encargo. Misión cumplida.

Cobo, por disciplina y para garantizar la seguridad de las reliquias mientras llegaba el día de su entrega oficial, en vez de guardarlas en casa las llevó para su trabajo: el Departamento de Medicina Legal del Hospital Provincial Saturnino Lora, donde quedaron en muestra transitoria unos días. En todo momento, enfatiza, trató ese patrimonio con absoluta solemnidad, tal como había prometido a su benefactor; leal a Leal.

“La urna era de madera y cristal. Los objetos estaban colocados horizontalmente, decorados con una tarjeta explicativa en su centro y se me ocurrió añadir una rosa blanca como detalle, en alusión a los conocidos versos martianos. Esa presentación horizontal, que siempre tuvo, me parece más acertada que la exhibida ahora en la vitrina del Bacardí, en vertical y paralelo. Considero que de esta forma pierden algo la dimensión”, observa con “ojo clínico”.

La urna original tenía los objetos colocados horizontalmente. (Foto: Cortesía de A. Cobo).

El 23 de mayo de 1995, justo 100 años después de que aquellos rudimentos cruzasen el arco de la historia, el doctor Cobo Abreu concretaba su anhelo de ponerlos en mano de la dirección del Museo Bacardí. Como la institución estaba cerrada por remodelaciones, el acto se realizó en el Museo 26 de Julio –otrora cuartel Moncada–, en el que participaron dirigentes, médicos legistas, museólogos y personalidades locales.

Desde entonces, el costotomo, el martillo, el marco de segueta y el corto serrucho, forman parte del acervo histórico-cultural de Santiago de Cuba, donde también descansa para la eternidad, en alegórico mausoleo, el propio Héroe Nacional. Como antaño, vinculados en tiempo y espacio: el sueño de la historia, duermen.

(Tomado de Revista Bohemia)