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Teresita Fernández: una traviesa chiquilla que cumple 90 años

Así era (es), una “maestra que canta”, como se autodefinió. Vestida de ética siempre, que reía al contar sobre personajillos que le habían cerrado puertas y luego habían cruzado el canal de La Florida, mientras ella seguía en Cuba…

Fumaba tabacos, Teresita Fernández; mi madre, guajira holguinera, los mascaba. Y cuando no tenía, sin encomendarse a nadie, cogía el elevador del edificio de Infanta y Manglar (conocido como “Fama y Aplausos”) y subía del piso 4 al 12, a visitar a su vecina y amiga.

No pocas veces llevaba en una vasija de barro — que le gustaba a Tere — un poco de sopa, unos calamares rellenos o un ajiaco. Allá se quedaba mami un rato, aconsejándole a Tere que se buscara un marido y ella le respondía “búscatelo tú, que tienes revuelta la pajarilla”; y era verdad, con 89 años mi madre estaba enamorada… pero esa es otra historia.

A Tere la mayor parte de los vecinos le daban chucherías, como la niña que siguió siendo hasta el fin de sus días. Jamás olvido que en un ejercicio del Día de la Defensa, ante un simulacro de incendio, ella bajó los doce pisos y llegó a la planta baja pálida, a punto de desmayarse. Tommy, el caricaturista, cruzó a la cafetería de enfrente, a buscarle un refresco de cola. Cuando ya se le pasó, yo le pregunté: “¿Por qué bajaste las escaleras y no por el ascensor?”. Me ripostó: “¿Es un ejercicio o no? ¿Quieres que haga fraude? ¡Faltaba más!, si hubiera un incendio no se podría coger el ascensor”.

Así era (es), una “maestra que canta”, como se autodefinió. Vestida de ética siempre, que reía al contar sobre personajillos que le habían cerrado puertas y luego habían cruzado el canal de La Florida, mientras ella seguía en Cuba. Martiana, católica, fidelista, la trovadora que este 20 de diciembre nos cumple 90 años, entregó su arte de manera auténtica, especialmente a los niños.

Coordiné la Peña de Teresita que se daba en el patio del edificio, a la que asistían los vecinos, incluidos los de San Martín. Cada vez que terminaba su función, besaba a los niños asistentes y se retrataba con ellos. Lo mismo con los padres, tíos y hasta abuelos que habían cantado “El gatico Vinagrito”, “Lo feo” o “Tintin, la lluvia cayó”.

Pero hasta aquí algunos recuerdos de mi vecina del piso 12, de donde salían volando pompas de jabón impulsadas por aquella niña traviesa. Los dejo con tres opiniones de igual cantidad de creadores que la admiraron y compartieron con ella.

SILVIO RODRIGUEZ

Lo primero que me nace decir de Teresita es que es una muy importante compositora. Tanto que, en el devenir de la canción cubana, ella viene a ser como un ave singular, pudiera decirse que única. Por otra parte, en el panorama de la canción para niños de Latinoamérica, Teresita completa un triángulo de Grandes Maestros, cuyos otros vértices son el mexicano Francisco Gabilondo Soler y la argentina María Elena Walsh. Nada poco para un artista de la canción.

En los años en que yo empezaba, sonaba por la radio una canción de Teresita que me gustaba mucho. Era una melodía fresca y abierta, con un aroma campesino que aprendí a tocar en la guitarra. Tiempo después la conocí a ella y empecé a visitarla en El Cóctel. Una noche le escuché cantar “Cuando el sol” y descubrí que mi amiga era la autora de lo que me gustaba tanto. Supongo que algo de aquel espíritu tiene que estar en lo que hice después. Pero hay otras cosas, no solo canciones, que contagian e influyen. Teresita siempre fue una trovadora con la que se podía hablar de poesía, de arte, de animales, de naturaleza, de humanidad. Y nunca ha dejado de ser una especie de ser alucinado, transmisor igualmente de asombro que de sabiduría. Conocerla temprano me reafirmó en la poesía como sostén fundamental de la canción.

A mí no me tocó cantar sus canciones. Envidio a toda la gama de cubanas y cubanos, desde los cuarentones hasta los niños de hoy, que alegraron sus horas de juego cantándole al gatico Vinagrito o a cualquiera de los ejemplares del zoológico particular de esta artista cubana que se define a sí misma como “una maestra que canta”. Quienes fueron naciendo en nuestros pueblos y ciudades a partir de la década de los sesenta, entraban al mundo con un cancionero privilegiado, una especie de canastilla espiritual hecha a mano con esmero, animada por bichos comunes, animales y bejucos a los que ni siquiera miramos al pasar y que no merecen — eso aprendemos de Teresita — nuestra indiferencia.

MARTA VALDÉS

Teresita Fernández nació en Santa Clara el 20 de diciembre de 1930. Sus primeras canciones datan de los años cincuenta. Había cursado los estudios de piano pero, muy pronto, se sintió inclinada hacia la canción, y ese poder comunicativo que la acompaña cuando brota y se trasmite desde la guitarra porque, como ella dice con mucha razón, este instrumento tiene su propia caja de resonancia y, como va pegada al cuerpo, que es la caja de resonancia de las personas, lo que nace de ella es capaz de llegar directo a grandes y pequeños, a todos los seres humanos, desde los más ilustrados hasta quienes sólo caminan por la vida alumbrados por sus propias luces y, en especial, a los niños.

Había decidido abrirse camino como trovadora. Entró a la vida musical cubana de la mano del dúo de las Hermanas Martí, voceras generosas de su arte. ¿Cómo no poner atención cuando Bertha o Cuca nos hablaban de la muchacha de Santa Clara que tiene unas canciones? Ellas le ofrecieron un hogar en La Habana y, en poco tiempo, la Sala Arlequín, uno de los sitios pequeños de La Rampa, donde se presentaban muestras del teatro más exigente del momento, abrió sus puertas para el debut de la trovadora. Según cuenta ella misma tuvo, sentados en primera fila, a Sindo Garay y a Bola de Nieve. No era necesario acudir a un adivino que descifrara el vuelo de las aves para formular los augurios que se desprendían de semejante conjunción al comienzo de un camino. Transcurría el año de 1965.

VICTOR CASAUS

Amorosa e irreverente, auténtica y solidaria, amiga de sus amigos hasta las últimas consecuencias. Así recordaremos en el Centro Pablo de la Torriente Brau a Teresita Fernández, quien nos enseñó que lo bueno que en el mundo existe obedece a que “los círculos de amor se cierran”. Ella, sin embargo, los abrió como nadie.

Desde que el primero de julio de 1967 ofreció en Bellas Artes su concierto “Teresita y nosotros”, con los jóvenes poetas y trovadores vinculados a El Caimán Barbudo, hasta el 11 de noviembre de 2013, esta maestra que canta, como le gustaba definirse, entregó sus energías y talento a promover el canto honesto y limpio, tan limpio como esa guitarra que tocó en el patio de las yagrumas de Muralla 63.

Sobre ese espacio, que ahora cumple 15 años y que ella prestigió con sus canciones desde su segundo aniversario, dijo: “He disfrutado mucho estar aquí porque aquí todo es poesía (…) Este espacio ha sido una gran idea y lo que quiero es que me traigan más a menudo y trabajar más para ustedes y con ustedes”.

Y así fue. Nos acompañó muchas veces y recibió en ese lugar el Premio Pablo, la máxima distinción que entrega el Centro. Anduvo entre nosotros Pobre, nómada y libre, como el título del documental que produjo la institución y que realizó Jorge Fuentes, y que la mostró intacta en sus esencias.

(Tomado de El Caimán Barbudo)