- Cubadebate - http://www.cubadebate.cu -

Fue una estrella quien te puso aquí

Diseño: Pedro Jorge Velázquez

La primera vez siempre es emocionante, ¿verdad? Pensaba con cierto agnosticismo aquel día. La caminata era algo que llevaba un mes escuchando desde que había entrado a la Universidad Central. Eran siete kilómetros u ocho (la gente ni sabía bien) los que me tocaban caminar “Por la ruta del Che”. –Oye, tú eres de primer año, te toca caminar al fijo– me decían los “viejos lobos” de la universidad que ya habían planeado irse antes en una motoneta hacia el lugar donde yo tendría que llegar caminando, como ellos decían, “al fijo”.

Bandera cubana al hombro y boina verde con estrella, un pulóver cualquiera, mejor uno verde que pegara con la boina y un pantalón mezclilla ancho y “cheo” de los que usaba cuando aquello. Esa era la indumentaria. Para algunos parecería era un excentricismo; pero bueno, si algo siempre llevé con orgullo fue esa boina, imitación de las que usaba el Che; incluso la usaba en mis vacaciones y me tiraba fotos con un tabaco bien grande en la boca el cual nunca encendí. Yo ni cigarro fumaba.

La caminata comenzaba con las facultades bien organizaditas, una detrás de otra, pero luego se regaban las filas, siempre se riegan. Tránsito de la carretera detenido. Prensa. Carteles. Banderas. Bocinas. Pulóveres. Coros. ¿Qué era aquello que tenía ante mí? Regresaba por momentos a los tiempos de la guagua del Pre, sin teléfonos en las manos, jodedera constante y cantándole al chofer; ahora tocaba tomar una calle y hacerla nuestra, bajo el sol, saborear esas cosas de la juventud que dicen que cuando se van no regresan más. A veces una nubecita “pasajera” nos ayudaba un poco; pero eso no importaba. Nos mojábamos y corríamos todos porque esa era la regla, si los de adelante corren, los de atrás también: no era una regla escrita, sino espontánea.

Ni recuerdo bien cuántas fotos nos tiramos aquel día: la encargada de eso era Dayana, una amiga que se creía fotógrafa desde primer año. Yo solo era importante porque todo el mundo me pedía la bandera para hacerse una foto y porque los niños del camino que salían de sus casas para ver la caminata me gritaban como para que lo oyera todo el vecindario –¡Mira el Che, mira el Che! –; y sí que les recordaba mi boina al guerrillero porque también me persiguieron los fotógrafos por todo el trayecto. Ahora puedo confesarles que una de las fotos que me hicieron en esa ocasión fue usada al año siguiente como la imagen oficial de la caminata, entonces al parecer los niños no estaban tan equivocados.

Foto: UCLV

Embarrado de tantos colores, de tantas razas, de gente común y distinta, se te hace imposible no pensar en el Che. ¿Cuántos dogmas, estadios y preceptos hegemónicos descuartizó él para que los jóvenes pudiésemos tomar, juntos, las calles de nuestra patria; caminar juntos como si en el polvo que se va pegando a nuestros tenis encontráramos los restos del tiempo: las fibras de la historia de otros jóvenes que en otra época lucharon por nosotros? El Che hubiese caminado al lado mío, al lado tuyo, al lado de cualquiera. Estoy seguro. Leer las palabras de Daniel Chavarría me lo confirman: “Había sido siempre el primero en caminar, el último en descansar y comer, y en medio de un ataque de asma, en vez de amilanarse, se llenaba de rabia y le imponía a sus pulmones la tortura adicional de fumarse un habano, tragando el humo”.

Caminé. Las piernas se agotan a mitad de camino y hay que parar a tomar agua, algunos incluso se sientan un rato en una acera y respiran. Caminé feliz. También hay quien se da un trago de ron o se fuma un H. Upmann: cosas de jóvenes. Caminé feliz como hacía tiempo no caminaba. Tantas imágenes del Che frente mí, tantas sonrisas mojadas por los goterones de sudor que bajan desde la frente por toda la nariz, aquel amigo angolano que ve un mar de estudiantes por primera vez y levanta una bandera cubana como si fuera uno de nosotros, aquella anciana profesora llamada Dulce Santana que camina todos los años con más amor que fuerzas y con más convicción que los años con que carga, y yo entre todo aquello, caminé.

Al final del camino, ya dentro de las calles estrechas de la ciudad de Santa Clara, la gente del pueblo saluda y grita con los gritos. Cada año se hace, se extraña. Cada año digo que el próximo no caminaré y me iré en una motoneta como me toca hacer, como “viejo lobo universitario” que soy, pero nada, nunca he podido cumplir eso porque hay algo paranormal que me lleva cada octubre a caminar. “Guevara, tú vuelves al camino con la adarga al brazo, pintado en los pulóveres de los muchachos”. No sé bien aún, no sabría explicarlo: en Santa Clara el Che es un espíritu tan vivo y fantasmagórico que incluso llegas a verlo entre algunos rostros cualquier día y llegas a mencionarlo cientos de veces, bajo la casual “importancia de llamarse Ernesto”. Yo también te he visto, Guevara, “fue una estrella quién te puso aquí”.

Un joven que llega a Santa Clara, que comienza a descubrir ese mundo cosmopolita y bohemio, merece conocer la ruta del Che, visitar el tren blindado, el mausoleo y caminar unos largos 7 u 8 kilómetros (en verdad nadie sabe exactamente cuántos) para terminar quizás, con buena suerte, escuchando a Buena Fe bajo la lluvia. Parece magia, pero aquel día ocurrió así. En aquello Loma del Capiro, donde el Che tuvo su comandancia, en estampida llegamos a brincar bajo la música de Buena Fe. Una canción tras otra, las que nos sabíamos entera, las que nos sabíamos a media y las que no conocíamos. Un coro tras otro, bailar, gozar, pensar, abrazar ese destino que nos ponía a tantos jóvenes de diferentes lugares en un mismo espacio a disfrutar las mismas canciones y a saborear las mismas gotas de lluvia. El Che seguramente nos miraba, ese fantasma que vive en el viento de Santa Clara estaba allí palpitando junto a nosotros.

La motivación en los participantes destacó desde las primeras convocatorias para caminar por la ruta del Che. Foto: ACN

Porque si algo hubiese querido, después de verse crecer en la nostalgia, después de haber salido de su país, de andar por las arterias del subdesarrollo, después de leerse a Marx y comprender dónde estaba su corazón: el color de su sangre y el llanto de su especie; después de andar entre leprosos, de gritar al cielo, de besar su tierra, de respirar ese aroma maya que aún se nota en los ojos asustados de los nuestros; después de violar códigos sistémicos, montarse en un yate, volar a la Sierra; después de ser un extraño con un idioma extraño en una tierra extraña, después de sonreírle a Camilo, de tirarse en los arroyos fríos de los montes, de alzar la voz en El Pedrero, de liberar aquella santa y clara ciudad; después de ser un ejemplo de obrero: machete en mano, camisón sudado y sonrisa amplia, una sonrisa que era fácil de entender cuando se comprendía lo que estaban haciendo esos muchachos locos; después de ser nuestro principal crítico, ese extremista que no se aguantaba la lengua para discutir con Carlos Rafael Rodríguez y que iba a la ONU vestido de verde, con una barba desaliñada y un tabaco encendido, porque no era un tipo de corbatas y protocolos; después de marchar al Congo, a Bolivia, después de vivir, después de verse crecer en la nostalgia, si algo hubiese querido fuese solo verse multiplicado dentro de tantos jóvenes, que por mucho que el sistema trata de achacarle defectos él crece, rejuvenece paradigmático, que por mucho que ahora ciertos economistas y políticos la hayan emprendido contra él y lo expongan como bestia, él reencarna en el minero, en el indio, en el desterrado, en la mujer violentada, en el niño sin estudios, en la madre sin esperanzas, en los nuevos tiempos, en el cambio. Él es la esperanza en sí mismo. La luz. La imagen más pura con que se ha graficado la Revolución.

Vea además:

El “altar” del Che en Santa Clara (+ Fotos y Video)