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La Macorina

La Macorina. Foto: Archivo.

Estoy seguro de que si a usted le preguntaran quién fue María Calvo Nodarse, no sabría qué responder a ciencia cierta. Pero si le dijeran que se trata de la primera mujer que tuvo cartera dactilar en La Habana y que, de hecho, fue la primera mujer que condujo un automóvil en Cuba, comprenderá entonces que le hablan de La Macorina, la dama que, a bordo de un convertible rojo que llegó a hacerse célebre, gustaba de pasearse por las tardes a lo largo del Paseo del Prado y el Malecón.

Entonces, a los permisos para conducir no se les llamaba cartera dactilar ni licencia de conducción. Se les llamaba títulos. Y aquellos títulos equivalían para muchos choferes a un diploma universitario.

La Macorina escandalizó a la capital cubana en los años veinte del siglo pasado. En 1978, el pintor cubano Cundo Bermúdez la recordó en un cuadro en el que se le ve al volante de un llamativo vehículo descapotable, ese “carro colorado” al que se alude en aquella pegajosa melodía que hace muchísimos años interpretaba Abelardo Barroso con el respaldo de la orquesta Sensación.

Cartera dactilar de La Macorina.

Muchísimo tiempo antes, Alfonso Camín, poeta asturiano avecindado en La Habana, le había dedicado un poema que musicalizaría después la cantante mexicana Chavela Vargas. Poema, cantado por Chavela, de una sensualidad y un erotismo que acrecienta el estribillo. “Ponme la mano aquí, Macorina”, dice, y ese aquí puede ser la parte del cuerpo que el oyente quiera imaginar.

Es muy poco lo que se sabe con certeza sobre La Macorina. No puede precisarse siquiera que su nombre verdadero fuera María Calvo Nodarse, pues no faltan los que la identifican como María Constanza Caraza Valdés. Se dice que nació en Guanajay, en 1892, y que, a espaldas de su familia o raptada por su novio de entonces, llegó a La Habana con 15 años de edad.

De cualquier manera, no haría huesos viejos con su prometido: lo sacó de su vida en cuanto el hambre comenzó a apretarla en la habitación que compartían en un solar capitalino. Sabía ella lo que buscaba y constató bien pronto que su belleza podía proporcionarle la vida que quería.

En 1958 diría a Guillermo Villarronda, de la revista Bohemia: “Más de una docena de hombres permanecían rendidos a mis pies, anegados de dinero y suplicantes de amor”. Entre esos hombres figuró nada más y nada menos que el mayor general José Miguel Gómez, antes y después de ocupar la Presidencia de la República, y a quien ella permaneció fiel cuando el caudillo liberal pasó 11 meses preso en el Castillo del Príncipe tras los sucesos de La Chambelona.

Con la ayuda de José Miguel y otros amigos, La Macorina subió como la espuma. Llegó a ser propietaria de cuatro residencias suntuosas en La Habana, dos de ellas en El Vedado, y de nueve automóviles, casi todos de fabricación europea, que eran sus preferidos. Fue dueña de varios caballos de carrera y solía lucir en sus salidas joyas que valían un dineral.

Sus gastos no se cubrían con menos de 2 000 pesos mensuales, una verdadera fortuna para la época, recuérdese que hablamos de los años veinte, y en esa cifra no se incluían las generosas mesadas con las que ayudaba a su numerosa familia, que había quedado en el natal poblado de Guanajay.

Nunca le gustó, por supuesto, que le llamaran La Macorina. El apodo con el que todavía se le conoce surgió por casualidad; pegó y se le quedó para siempre. María Calvo inflamaba los ánimos y las pasiones cuando a bordo de su descapotable rojo paseaba por La Habana.

Una tarde, al pasar frente a la Acera del Louvre, esto es, el tramo del Paseo de Prado que corre desde San Rafael a San Miguel o, lo que es lo mismo, entre el hotel Inglaterra y el hotel Telégrafo, un joven exclamó: ¡Ahí va La Macorina! En realidad, quiso decir La Fornarina, famosa cupletista española llamada en verdad Consuelo Bello, pero aquel joven había bebido más de la cuenta y confundió Fornarina por Macorina.

La decadencia de La Macorina comenzó en 1934. La crisis mundial de 1929 había golpeado duro la economía de la Isla, los precios del azúcar andaban por el suelo y no era nada próspera la situación del país.

José Miguel Gómez había muerto en 1921 y la mayoría de aquella docena de hombres anegados de dinero y suplicantes de amor, de antaño, estaban arruinados o demasiado viejos. Y también empezaba a envejecer La Macorina. Puertas y portañuelas dejaron de abrirse a su llamado y donde antes encontraba dinero, empezó a recibir solo excusas.

En circunstancias cada vez más apremiantes, comenzó a deshacerse de todo para seguir viviendo. Vendió las pieles y las joyas, los automóviles y los caballos. Las mansiones suntuosas. Y se fue a vivir a un cuarto alquilado en una casa de familia.

El 15 de junio de 1977 moría La Macorina en La Habana. La mujer que fuera el escándalo habanero de los años veinte, mimada y arropada por un presidente de la República y una docena de poderosos, fallecía en la mayor miseria.

Sabía ella lo que buscaba y constató bien pronto que su belleza podía proporcionarle la vida que quería.