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El castillo de Averhoff

El Castillo de Averhoff, en el municipio Arroyo Naranjo en La Habana, fue construido a principios del siglo XX

El castillo de Averhoff alebrestaba de manera invariable mi imaginación infantil. Durante mi niñez la edificación, que se alza, majestuosa, a la salida del barrio habanero de Mantilla, a la derecha de la carretera según se avanza con destino a Managua, lucía el esplendor de una ruina, con muros derrumbados y ventanas arrancadas. Perfectamente visible entonces desde la carretera, lucía una casa sin vida, aparentemente deshabitada, cuyo misterio se hacía mayor al saberse que había sido saqueada, el 12 de agosto de 1933, a la caída del gobierno de Machado cuando su propietario huyó de la venganza popular en compañía del dictador. Para un niño de ocho o diez años, saber que allí había estado instalada una estación policial de caballería, aumentaba el encanto del lugar que, no siendo más que una casa grande, llamábamos, generosamente, castillo. El castillo de Averhoff, así sigue identificándose esta edificación en el imaginario popular.

El castillo de Averhoff se inauguró en 1917, cuando contrajeron matrimonio Octavio Averhoff y Celia Sarrá. Averhoff llegaría a ser rector de la Universidad de La Habana y ministro en el gobierno de Machado. Se le conocía por el sobrenombre de Coquito. Celia era hija del farmacéutico Ernesto Sarrá.
Se construyó en la finca San Carlos. En las paredes se emplearon piedras azules de una cantera cercana. Las tejas se trajeron de Chicago, los mármoles, de Italia… Tres plantas. La primera para recibos y fiestas y la segunda, para los aposentos de la familia y los invitados, mientras que la última servía de albergue a los 40 sirvientes de la casa.

Nunca fue la residencia estable del matrimonio. Los Averhoff vivían en Malecón, en una mansión que fue saqueada también a la caída de Machado, y solo pasaban temporadas en el castillo y lo hacían siempre con numerosos invitados. Celebraban entonces fiestas muy sonadas que los habitantes del barrio de Mantilla, con una imaginación febricitante, convertían en frenéticas orgías, donde las mujeres se deslizaban desnudas en la laguna artificial de la propiedad, mientras que destacados políticos e importantes hombres de negocios las perseguían con las portañuelas abiertas.

El novelista Leonardo Padura, que reconstruyó la historia del castillo de Averhoff, dice que mientras se construía el edificio, el capataz de la obra, al que apodaban Nino Mano de Piedra, fue apuñalado, por una cuestión de faldas, en la tercera planta de la casa.

Padura apunta que el recuerdo más sonoro de la jornada del saqueo del castillo, aquel 12 de agosto de 1933, que guardaba la memoria nonagenaria de su abuelo fue el del gran piano de cola lanzado desde la segunda planta del edificio y que voló como una paloma herida para estrellarse, en un estruendo de notas entrelazadas y absurdas en medio de la carretera.

A la caída de Machado, el castillo fue confiscado y se instaló en sus predios la 15 Estación de Policía (Policía de caballería). Averhoff recuperó la propiedad en 1939, luego de su regreso a Cuba, pero tampoco la utilizó como vivienda. Contrató, sí, a un tal Pablo Cancio que se instaló allí con su familia en calidad de encargado.

“Entonces se multiplicaron las leyendas del Castillo y los Cancio sufrieron las consecuencias. El establecimiento temporal de la Estación de caballería fue suficiente para que se buscaran una y otra vez los pasadizos y túneles que debían unir la antigua finca de recreo con el castillo de Atarés -¡al otro extremo de La Habana!- para que se indagara por inexistentes depósitos de armas y pólvora, y se espulgara cada centímetro de la finca en persecución de cualquier misterio subversivo. Así surgió la orla de leyenda alrededor de los secretos del Castillo, a la que se unió el rumor de la existencia de un orangután capaz de estrangular a ciertos prisioneros- aunque allí nunca hubo prisioneros y solo vivió, hasta su tranquila muerte, una pequeña monita que Pablo Cancio había traído de Nicaragua”.

En 1965, cuando los Cancio abandonaron la casa, Padura, que entonces tenía diez años de edad, buscó en ella rastros de fantasmas mezclados con historias de sangre y suplicios. Una cadena hallada en el vestíbulo lo llevó a pensar en torturas horribles. Una estancia tapiada lo convenció de la verdad del pasadizo secreto. Un hueco en el piso lo hizo suponer que allí había escondido Averhoff sus tesoros.

Volvió Padura al castillo, para reconstruir su historia, en 1984, luego de obtener todos los permisos y autorizaciones tan gratos a los burócratas. Y aquel castillo, que durante décadas calentó la imaginación de la gente de Mantilla, se le ofreció entonces como un lugar de tranquila y edénica belleza, donde nunca hubo pasadizos y túneles secretos ni ningún orangután estrangulador.

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