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Nancy regresa a su casa en Trinidad: Es una victoria volver otra vez

El daño más grande que tengo es psicológico. Las personas que nos hemos salvado de la COVID-19, tenemos que recuperarnos de esto, señala Nancy. Foto: Nancy Benítez Vázquez/Facebook.

“Tienes una hora para hacer la maleta. El estadounidense dio positivo”, le dijeron los médicos aquella mañana en la puerta de su casa, en Trinidad, y en ese momento a la arquitecta Nancy Benítez Vázquez el plano de su vida se le quebró.

Aquel miércoles 18 de marzo esa noticia le estremecía todos sus cimientos. Habían pasado apenas cuatro días de que recorriera las calles trinitarias con aquel grupo de estadounidenses como lo hace cada año —desde el 2012— cuando les sirve de guía en la ciudad a los turistas que llegan por medio de la agencia Cuba Educational Travel.

Estos eran nueve fotógrafos y ahora hasta le parece volverlos a ver con los lentes de las cámaras enfocando la cúpula de la iglesia La Santísima Trinidad, al anciano de la esquina que no deja de rasgar la guitarra, a los perros que custodian la Plaza Mayor… fotografiando hasta las piedras.

Y la memoria le devuelve los flashazos; sobre todo, a aquel señor más alto que los demás que tose de vez en vez. “Yo sí vi que en algún momento el hombre estornudó y tosió sin ponerse la mano en la boca, en una galería que estábamos como medio juntos. Le dije al guía: Mira, ese señor está estornudando, y él me dice: ‘Sí, tú sabes que yo me fijé en eso también’. Pero todavía no estaba la alerta, la alarma tan grande, aunque ya en Trinidad había sucedido lo de los italianos”.

En la noche la llamada le despabiló las zozobras. El hombre de la tos no había ido al restaurante previsto a cenar, se sentía mal, tenía fiebre y lo habían llevado para la Clínica Internacional de Trinidad.

“Me pongo en contacto con el presidente de esa agencia y le cuento lo que había sucedido, le dije: Ahora estoy un poco preocupada, pero no me va a tocar a mí porque el grupo lleva juntos varios días y si el hombre es positivo no me va a tocar a mí. Yo solo lo vi tres horas, no le toqué ni una mano y, sin embargo, la única persona que dio positiva fui yo”.

Una película en cámara rápida

Nancy el día del egreso del Hospital Manuel Piti Fajardo de Villa Clara. Foto: Cortesía de la entrevistada.

Mas, Nancy no podía derrumbarse. Desde el 14 de marzo que tuvo contacto con aquellos extranjeros no había vuelto a salir de casa, lo haría días después cuando la ambulancia la trasladaba para el Hospital Provincial de Rehabilitación, uno de los centros acondicionados en la provincia para el ingreso de los casos sospechosos a la COVID-19.

“Al llegar le dije: Doctora, yo tengo un poquito de tos seca y más nada —que yo se la achacaba a un catarro muy malo que había pasado 15 días antes— y cuando ella oyó eso me pusieron para la parte de los pacientes con síntomas”, rememora Nancy.

“Pero ya ahí ingresada me sentí como que el cuerpo no lo tenía bien, un malestar, febrícula, la garganta mala; me daba así como un dolor en la espalda, era una sensación extraña y ya yo esa noche comencé a pensar que yo podía tener el virus”.

Hasta entonces era solo un presentimiento. Además de la Azitromicina y el Tamiflú, que ya le daban, lo otro era el pase de visita cada tres horas, el Paracetamol cuando aparecía febrícula, la tranquilidad que contagiaba hasta a Rocío —la hija que vive en México— cuando en medio de la video-llamada con ella los médicos interrumpían para decir: “Los pulmones están limpios”.

La certeza la tuvo luego. El viernes 20 por vez primera le hicieron el PCR y en la mañana del sábado llegaron los resultados de varios exámenes negativos. “Yo dije: Mi prueba llegará el domingo. Esa noche ya estaban repartiendo la comida y veo que se paran frente a mi cama las doctoras vestidas de verde con un papel en la mano y ya ahí sí dije: Soy yo la positiva.

“La doctora me dijo: ‘Tienes 2 minutos para que recojas, que hay que trasladarte para Santa Clara’. Me puse muy nerviosa, recogí todo, traté de comer y la otra gente de Trinidad, que estaba ingresada y me veía por las ventanas, mientras me iba me llamaban: ‘Nancy, ¿por qué te vas a esta hora?’, y yo no podía hablar, cuando llegué a la ambulancia le pasé un mensaje a una y le puse: Yo soy positiva”.

No era la única; en la misma ambulancia con las luces encendidas alumbrando la noche iba Omar Herrera, el joven sierpense que, junto a ella, era uno de los primeros casos de la provincia confirmados con la COVID-19.

Más de una hora después, el Hospital Manuel Piti Fajardo, de Villa Clara, los recibía con la Historia Clínica detalladísima y con el susto quebrándolo todo. “Yo llegué muy nerviosa, me tomaron la frecuencia cardiaca y el médico me dijo: ‘Vamos a esperar un rato, que ella se sede un poco’. Pero los doctores enseguida nos dijeron: ‘Aquí no va a pasar nada, ustedes tienen que estar confiados’”.

A esa misma hora empezaba a tomar la Caletra, le inyectaron el Interferón y le hicieron un Rayos X de tórax.

“Esa noche yo no dormí absolutamente nada, me empezó a dar la reacción del Interferón: escalofríos, dolor de cabeza, y yo decía: No, esto es el virus que ya no tiene salvación. También sucede que no te habitúas a caer en un hospital así de pronto. Eso fue como una película en cámara rápida, todo rápido, todo rápido”.

Estaba sola en aquel cuarto de tres camas alejadísimas entre sí; la única compañía era Omar, al que veía en el cubículo del frente y con quien por señas casi se comunicaba, y su hija, que le devolvía las fuerzas en cada video-llamada por la que quizás se repetía tanto: “Esto tengo que resistirlo”.

Y se tragaba la comida sin una gota de sal y se tomaba todas las pastillas sin protestar y resistía las diarreas y los malestares del tratamiento y buscaba por medio de la Internet de su teléfono los partes del doctor Durán y cuanto artículo científico hablara del SARS-CoV-2.

Lo único que la contagió después, en aquellos días de ingreso, fue la tristeza de Flora Adela, la anciana nonagenaria y lúcida que llegó al cubículo para confirmarle que la COVID-19 no discierne edades y que hasta el amor filial puede ponernos en riesgo.

“A mí aquello me partía el corazón. Me dolía que ella nunca vio un aeropuerto, un avión, no vivía con turistas, alguien la contagió, creo que un nieto que vino del extranjero. Ella no entendía por qué no le podía alcanzar las cosas, no entendía que teníamos una enfermedad contagiosa y que no nos podíamos tocar los unos a los otros. Ya yo lloraba más por Flora Adela que por mí”.

Era esa otra prueba también la que le demostraba a Nancy que aquellos doctores y enfermeros que solo la tocaban con los guantes, que pasaban hasta 20 minutos para poder ponerse los trajes verdes y los gorros, las gafas, los nasobucos y luego entrar hasta donde estaban ellos, los pacientes, no estaban allí únicamente para aliviarles los males de la enfermedad.

“Me impresionó que ellos no se cansaban, porque la sala luego fue llenándose y eran dos enfermeros por turno y aquellos enfermeros tienen que preparar los medicamentos, dártelos cama por cama, escribir en las historias y encima de eso ellos nos traían el cubo de agua caliente hasta la puerta del baño”.

No faltaba ni el hipoclorito ni el alcohol para las manos; ni los medicamentos a su hora; ni la prontitud en acudir cuando alguien los llamaba. Pero la COVID-19 trastoca más que el cuerpo.

“De noche no se podía dormir bien, siempre oías los botellones de oxígeno por el pasillo para los que estaban mal, sentías la tos tan fuerte de aquella gente que es una tos que te sale así del alma y no puedes y te ahoga”.

En vilo se mantuvo también luego, cuando al cabo de los 14 días de ingreso —que llevaba contados como nadie—, el martes 31 de marzo le volvieron a hacer el PCR.

Libramos

Nancy: Yo tenía mucha confianza en los médicos, eran muy profesionales, con experiencia, muy bien preparados. Foto: Nancy Benítez Vázquez/Facebook.

—Doctor, no aguanto más; por favor, dígame si ya está mi resultado. La angustia estalla en aquel grito que se interna hasta en el local de allá afuera donde a esa hora los médicos andan reunidos. Nancy, parada casi en la puerta del cubículo, solo oye voces y una respuesta que llega como el mejor de los antídotos.

—Nancy, tú eres negativa, te vas hoy. Y rompe a llorar mientras lo cuenta sentada en la sala de su casa allá en Trinidad. Todavía le parece increíble por más que la Caletra, que sigue tomando, se lo recuerde, por más que vayan todos los días el médico y la enfermera de su consultorio a visitarla.

“Yo tenía mucha confianza en los médicos, eran muy profesionales, con experiencia, muy bien preparados. En el caso mío todo fue muy a tiempo y eso creo que es un factor importante, además de que soy una persona totalmente sana. Se lo agradezco mucho a la gente de Higiene de Trinidad, a los doctores del Hospital de Rehabilitación, que tuvieron muy buen ojo clínico para mí; ese es un logro de los médicos. Yo no contagié a nadie”.

Para sobrevivir tampoco le faltaron otros puntales. Del otro lado de la línea telefónica la hija, el padre —que cumplió los 80 años con ella hospitalizada—, los hermanos, los amigos. “Mi hija llevó el peso de todo esto para mí y para la familia, yo sabía que estaba sufriendo, pero ella era la que aparentaba una fortaleza increíble y me daba ánimos”.

Pero hay dolores que cuestan superar. “El daño más grande que tengo es psicológico. Las personas que nos hemos salvado de la COVID-19, que es una enfermedad muy dura, tenemos que recuperarnos de esto.

“Yo se lo digo a Omar, libramos, porque la gente no se va de alta tan pronto, nosotros somos afortunados, es una victoria volver otra vez”.

A salvo, en aquella casona de 1920, en Trinidad, donde vive, todavía le cuesta pegar los ojos, le sobrevienen de vez en vez las mismas instantáneas: los turistas flasheándolo todo, el estornudo de aquel hombre altísimo, la carta que le dejó a Flora Adela debajo de la almohada, el ruido de balones de oxígeno mientras ruedan por los pasillos y la tos de otros que ahoga hasta el silencio de la noche.

En Ciudad México durante una de las visitas a su hija. Foto: Cortesía de la entrevistada.

(Tomado de Escambray)