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218: Las coordenadas para un regreso

De repente, volvimos. Volvimos a la vorágine de los pasillos interminables y a las paredes compartidas. Volvimos a las horas cómplices y al espíritu irreverente de la adolescencia. Volvimos a un lugar y a un tiempo que nos marcaron la adultez y los sentimientos.

Allí, en ese espacio de ciudad donde existe otra ─una ciudad escolar─ hemos vuelto a abrazarnos con la misma efusividad de quien regresa acaso de la guerra. Con la colección de ganas y las emociones, como en la canción, "apretando por dentro".

Hicimos el viaje de reencuentro sin fijar horas ni conseguir boletos. Siquiera sacamos un pie de casa porque nos habían confiado, desde antes, la corresponsabilidad del aislamiento. Y, sin embargo, nos fuimos todos a desandar ese refugio verde que nos inventamos en tres años de uniforme azul, de escaleras y pasamanos. De estudio de más y de echarnos de menos.

Tres años de sacarle las mejores notas que pudimos a cuanto(s) tuvimos cerca.  De aplaudirnos las virtudes y tolerarnos los defectos. De ser, de estar, de cuidarnos los pasos y el alma. De convertirnos en familia de los amigos, amigos de sus familias y ─en los mejores casos─ hijos nosotros de sus padres y ellos hijos de los nuestros.

La tecnología propició el viaje. No podía ser de otra forma por la urgencia de la circunstancia y con los buenos informáticos que nacieron de la misma clase. Así llegamos al tercer piso de un edificio en el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas (IPVCE) "Máximo Gómez Báez" de ese Camagüey tan nuestro. Espontáneamente esta vez hicimos fila a un lado de la puerta. Y la nostalgia se volvió saeta advirtiendo dos señales inconfundibles de casa. Un aula, la penúltima de izquierda a derecha, y un número legible en el recuerdo: 218. El grupo 18 de los 19 listados en la Unidad 2.

Tres números digitando la clave de tres años que nunca se fueron lejos, incluso en otra ciudad, en otro país.  Con otras edades y otras gentes.

Nos sentamos virtualmente en los mismos puestos y, con la algarabía propia de quienes no se han visto en muchos abriles, recuperamos la manía del desorden en el turno a la palabra. Queriéndonos saludar todos a la vez, queriéndonos contar la vida en un minuto y a la vuelta casi de los 17 años que serán ya este septiembre. Más de la mitad de nuestras vidas conociéndonos. Queriéndonos.

Benditas las redes sociales en tiempos de COVID-19. Lo que pueden un grupo de WhatsApp y de Facebook, que nos reunieron en orden inverso. O, mejor, lo que pueden las personas detrás del chat y de los recuerdos. Lo que pueden los amigos que se resisten a irse de nosotros, a pesar del tiempo. Bienaventurados los que sabemos hacerle guiños a los kilómetros de un necesario distanciamiento. Los que sabemos coincidir.

Volvimos entonces a las risas desenfadadas de aquellos cursos escolares, a las travesuras en confesión después de tantos aguaceros; nos pusimos al día en cuestión de minutos; nos vimos multiplicados en los hijos de unos y otros: en los que ya están, los que vienen en camino y los que sin duda nacerán del sueño.

Acaso prescindiendo de palabras, agradecimos a los profes todos sin olvidar un solo nombre ni un buen gesto. La residencia estudiantil que le recuerda de memoria los pasos y los desvelos al profe Yumar, la misma aula que heredó luego e inundó de cariño en duodécimo grado el profe Duquesne… Y sobre todo ella: nuestra profe Denia, la que supo cuidarnos nuestros mejores años y nuestros mayores sueños. Ella, que fue raíz y tronco de estas ramas que le siguieron creciendo; ella, que trajo dos hijos al mundo y supo ser madre de más de 30.

Pasaron como en un flashazo los despertares con Maná, las ruedas de casino, los juegos deportivos, las clases, las galas en el anfiteatro, los bailables, los días sin pase, la vida en una beca… Se repitió también, con estas imágenes, el sortilegio de poder tenernos. Enhorabuena por esa compañía ─la del alma, la de veras─ que se resiste a cualquier confinamiento.

No importa cuál sea la vía; no importan los años, las aulas, los lugares o el lapso de viaje que compartiste con ellos. Si tienes un mínimo de probabilidades de encontrarlos (aunque sea virtualmente), torna en verbo la fe de recuperarlos. De no desprendérteles. Pero inténtalo. No hay soledad en las memorias y el consejo, en el hombro y las manos, en la complicidad y la risa de un amigo. Sencillamente, la amistad no entiende de desiertos.

Haz de esta distancia física el motivo para volver a alguien. El pretexto para el mejor de los regresos: regresar a los amigos y a los abrazos pospuestos. Porque, sin saber cómo, catorce años después, nosotros retomamos allí ese abrazo donde mismo lo interrumpimos el día de la graduación: de a todos, de a uno, de a ratos, de a mucho. Escribiéndonos, leyéndonos, llamándonos por teléfono. Y para cuando nos dimos los besos online de "hasta ahorita", me quedé ─desde el silencio─ dibujando en el pizarrón los trazos de aquel post mil veces compartido en Facebook: "(…) Malditos hermanos del alma, nunca mueran".