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Venturas y desventuras de nuestra pequeña fábrica de nasobucos

Isabel Cristina cose los nasobucos en su máquina Singer, su hijo supervisa la calidad. Foto: Isabel Cristina Lopez Hazme/Facebook.

Al igual que en muchos lugares de Cuba, en mi casa se escucha el sonido de la vieja Singer. Desde los primeros casos de COVID-19 en el país, mi familia se enfrascó en la empresa, sin fines de lucro, de la confección de nasobucos caseros. Confieso que comenzamos con mucha torpeza, los primeros ejemplares fueron de dos capas de tela antiséptica y una capa de fibra sintética.

Una imponente barrera para el coronavirus, pero también para el oxígeno. Luego fuimos mejorando y dejamos sólo dos capas de tela, una blanca por dentro y otra colorida y vistosa por fuera. Aunque también abastecemos a los vecinos y a amigos, nuestro principal cliente es el consultorio médico. Cada día hacemos nasobucos para que la doctora de la familia entregue a los médicos y a los pacientes del barrio. Lo bueno de nuestro negocio familiar es la especialización que permite un mayor nivel de perfeccionamiento empresarial. Mi mamá gestiona el tejido, diseña y corta los nasobucos y finalmente ensarta las tiras. Yo coso en la máquina. Diego es el supervisor de la calidad y Jorge asume las tareas de distribución de los nasobucos terminados y registro audiovisual de nuestras labores diarias. Pero no todo es color de rosa, como los nasobucos de la foto. Hemos tenido varias crisis que han frenado la producción en reiteradas ocasiones.

Comenzamos muy dispuestos, pero pronto tuvimos la primera crisis. Inicialmente usamos tela antiséptica de los pañales del bebé y cuando esta se acabó, mi mamá comenzó a cortar sábanas, fundas y manteles para la capa interior de los nasobucos. Por suerte, la doctora Virgen llegó a solucionar esta crisis textil y desde entonces nos abastece de batas coloridas en desuso que utilizamos para la capa exterior.

Un día se partió la única aguja que teníamos. Imposibilitados de salir a comprar más, se incumplió el plan de la semana aquella vez. Pero mi mamá, gracias a su popularidad de joven jubilada, consiguió en el núcleo zonal dos paquetes de agujas Made in China. La única vez que mi madre ha salido de casa fue aquella noche, ataviada con nasobuco de triple capa, pañuelo en la cabeza, gorra, guantes y gafas de sol.

Luego vino la crisis del desajuste hormonal de la Singer y así fue como entró a nuestra casa el primer ser humano desde el día 15 de marzo hasta la fecha. Tuvimos que dejar pasar al arreglador de máquinas de coser. Luego de casi dos horas de trabajo, el hombre se fue. Cuando fui a coser la máquina estaba peor que nunca. Parece que, al buen mecánico, de tanto cloro que le roció mi madre, se le descoloró la entendedera y nos dejó a la Singer más muerta que viva.

Luego de dos días en paro involuntario decidí releer “Contra la interpretación” de Susan Sontag y desarmé la máquina de coser siguiendo la máxima conclusiva de su ensayo: “En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte.” Apelando a mis conocimientos teatrológicos y a todo lo aprendido en la Universidad de las Artes, ISA, logré rearmar a la vieja Singer y hasta el sol de hoy está buenisana.

La mayor de las dificultades enfrentadas por nuestra pequeña industria es de recursos humanos. Por las noches me entra un dolor debajo de la teta derecha que me saca el aire. Yo creo que es una patica del bebé que se me incrusta ahí, como si fuera en el corazón, pero del otro lado. De tanto darle al pedal en las mañanas él sale corriendo barriga arriba nadando la mariposa en reversa. Este problema ha frenado la producción dos días enteros.

Más allá de las venturas y desventuras de nuestra pequeña fábrica, nos satisface ver, de vez en cuando, colgado de una tendedera del barrio un nasobuco hecho en nuestra casa.

(Tomado del perfil de Facebook)