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Sexismo en el lenguaje: Cuando las vocales no nos dejan ver el bosque

El idioma español ha sido históricamente sexista: ha ocultado a las mujeres, las ha ofendido y escondido tras falsos genéricos. Imagen: Plena Inclusión.

“-Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso- quiere decir lo que quiero que diga..., ni más ni menos.

-La cuestión es –insistió Alicia- si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

-La cuestión –zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda. Eso es todo.”

(“Alicia a través del espejo”, Lewis Carrol, s. XVIII)

¿Escribir ellas y ellos? ¿Usar la e, una x o una @? Últimamente, interrogantes como estas suelen acaparar verdaderos enfrentamientos en torno a la comunicación inclusiva o el lenguaje no sexista. Eso, cuando el tema no se convierte en objeto de meras burlas o burda caricatura. El asunto es peliagudo. Sin dudas. En una sociedad con siglos de cultura patriarcal a sus espaldas estos aprendizajes llevan tiempo…  y paciencia.

Pero más allá de las pugnas entre lingüistas, feministas, periodistas o académicos; más allá de adónde se inclina la balanza de unos y de otras, el meollo de la cuestión podría estar en averiguar si nos estamos haciendo las preguntas correctas. ¿Se trata de decidir simplemente si usamos un símbolo u otro, o de indagar por qué de pronto las palabras se convierten en campo de batalla del patriarcado?

Los lenguajes son definidos por especialistas como sistemas de comunicación compuestos por códigos, símbolos y signos, los cuales cobran significado en el contexto de las comunidades que los utilizan. A través de la palabra, oral o escrita, las sociedades transmiten ideas, sentimientos, modos de pensar y esquemas de percepción y valoración. Conforman opiniones, naturalizan conductas.

Sostiene la española Teresa Maena Suárez que “cuando transformamos el lenguaje, transformamos la realidad”. Así, gracias a él se crea, recrea y modela un entorno concreto. Y, además, no se trata de un ente estático. Por el contrario, el lenguaje se encuentra en constante evolución histórica, social, política y cultural.

¿Era necesario decir o escribir ministra en el año 1900, cuando la mujer no tenía siquiera derecho al voto? En cambio, ¿a quién se le ocurre ahora negar la necesidad de hablar de presidentas? ¿Acaso no fue incómodo escuchar en televisión la noticia reciente de la elección del “Gobernador” de Camagüey -y de otras provincias cubanas- cuando lo que seguía a continuación era un nombre de mujer?

En ese camino, el lenguaje también se erige como forma de expresión de la cultura y la cosmovisión de una sociedad determinadas y, por tanto, expresa sus diferencias, exclusiones, temores y estratificaciones. Y lo que es peor, puede portar la representación verbal de discriminaciones que luego persisten durante siglos y cuesta mucho modificar.

En la Edad Media, por ejemplo, las personas zurdas eran consideradas endemoniadas. ¿Cómo se les llama aún, varios siglos después? Siniestras. ¿Cómo llamamos a las personas que utilizan preferentemente la mano derecha? Diestras. Y la palabra siniestro sigue portando una carga anclada en lo peligroso, en algo que produce temor, miedo.

Isabel Moya insistía, una y otra vez, en que el asunto rebasaba la discusión banal de si ponemos una A, una O, o una E. En su artículo De Gutenberg al micro chip, rompiendo silencios, explicó muy bien que el sexismo lingüístico es el reflejo de un pensamiento conformado a lo largo de siglos de cultura patriarcal, que ha ignorado lo femenino y considerado lo masculino “como la medida de todas las cosas”.

Y es que el idioma español, rico en sinónimos y expresiones, ha sido históricamente sexista: ha ocultado a las mujeres, las ha ofendido y escondido tras falsos genéricos. Cada vez que no las nombramos o las ignoramos, estamos violando sus derechos; negando la representación de su existencia en el lenguaje; promoviendo y manteniendo los estereotipos de género y, de este modo, legitimando no pocas desigualdades.

Y para ello, la Real Academia de la Lengua (RAE) ha sido, históricamente, una aliada. Y no solo porque sus integrantes sean, en abrumadora mayoría, hombres. Que lo son. Se trata de que ha sido veleidosa en unos asuntos y conservadora hasta la saciedad en otros.

¿Por qué no se levantan olas de protestas cuando entran al uso común términos como ciberespacio, click o infovía? Nada de eso. De hecho, la Academia los legitima. Pero, ¿cómo explica la autoridad lingüística los significados diferentes, profundamente discriminatorios, que su diccionario sigue asignando a palabras iguales, sean en masculino o femenino? ¿Por qué hombre público, es aquel “que tiene presencia e influjo en la vida social”, mientras mujer pública es “prostituta”? ¿Por qué hombre de gobierno es aquel que “ostenta cargos públicos” y mujer de gobierno “criada que tiene a su cargo el gobierno económico de la casa”?  Esas acepciones ya no son de uso común. Pero la RAE las mantiene. La esencia está en que, como dice Lewis Carrol, el asunto no es solo de palabras, es de poder.

Y que conste, no es el lenguaje lo único urgido de cambios: ¿qué puede aportar decir señoras y señores, si las señoras se siguen representando en los medios como las reinas del hogar y los señores como los naturalmente dotados para dirigir, para detentar el poder? ¿Qué hacer cuando un reciente trabajo periodístico, de cuyo medio prefiero no acordarme, habla de la participación masiva de padres en una reunión escolar y la foto que acompaña al texto muestra solo a madres sentadas en el aula de marras?  ¿Se suscriben o no los estereotipos? ¿Se invisibiliza o no una realidad?

Este debate, aseveraba Moya, trasciende el estilo y las normas de redacción; se inserta en la trasgresión epistemológica que las teorías de género proponen al postular el surgimiento de un nuevo tipo de sujeto social entrevisto desde que el feminismo subvirtiera el machismo con aquello de que “lo personal es político”.

Los múltiples recursos de que dispone nuestro idioma permiten elaborar discursos variados, no repetitivos, precisos y no sesgados, sin que por ello tengamos que renunciar a la estética y a la economía del lenguaje. Podemos hablar de personas, en lugar de repetir el androcéntrico “hombres”; decir “quienes llegaron”, en lugar de “los que llegaron”. Es cuestión de pensar en la inclusión. Y de creatividad.

Sobre todo, necesitamos “los lentes de género”. Para evitar nombrarlas a ellas como “la mujer de”; para romper estereotipos: no es "el martillo de papá y la escoba de mamá”.  También para que las mujeres dejen ser solo “dulces” y “sensibles”, mientras los hombres son apenas “duros” y “valientes”. Y para que la debilidad no se identifique con ser “mujercita” o “señorita”.

En este tema vale más cruzar fuentes, contrastar, hurgar en los argumentos de quienes lo estudian. Falta análisis y comprensión de las teorías de género y de los mecanismos de poder que ramifican en el origen del lenguaje sexista. Si partimos, otra vez, del supuesto de que el lenguaje es algo vivo y cambia para adaptarse a la sociedad, entonces también debiera servir para expresar la igualdad.