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A Europa y sin entrenar

Nadie vino por mí y ya casi eran las 12 de la noche. Foto: AS.

Casi comenzando el Siglo, en los primeros meses (creo que fue en febrero) del año 2002, me seleccionaron para una gira de intercambio con organizaciones juveniles de Rusia, Bielorrusia y Ucrania. El viaje parecía pintoresco e interesante, y lo fue.

Tenía que volar a París y allí conectar con otro vuelo hacía la capital rusa. Nadie me entrenó, ni me explicaron el "pequeño" detalle de que el Aeropuerto Charles de Gaulle de la capital francesa, tenía más de tres mil hectáreas y una tonga de terminales; nada, que el susodicho era, por mucho, más grande que mi pequeña ciudad natal y sus barrios aledaños.

Cuando me acomodé en el asiento y pensando plácidamente en tener unas 10 horas de tranquilo viaje, se me ocurrió sacar un mapa ubicado en la bolsa del respaldo correspondiente a sillón delantero y ¡SUSTO GRANDE! Era un diagrama de la citada terminal aérea, podrán imaginar que allí mismo se le enfermó el ojo a la yegua, porque hasta ese momento mi inocente idea era: LLEGAS, TE BAJAS Y TE MONTAS EN EL OTRO APARATO.

De un tirón se acabó la tranquilidad y entonces dentro de mi cerebro se armó un titingó de los buenos, resulta que me percaté que el billete aéreo decía que mi vuelo llegaba por la 2G y el de Moscú salía por la P1 y como yo sabía un poquito de mapas y de escalas, me pude percatar, con escalofríos incluidos, que de un punto al otro había un trillo que ni a caballo se completaba rápido.

La azafata debe haberse percatado porque en un español bastante bueno llegó a preguntarme ¿El señor se siente mal? Y yo con mi risa de Gato Félix, respondiendo: "No para nada, para nada". Si me hubiera enterado que, de una terminal a otra, era cosa de coger una guagua (como descubrí más tarde, sudando tan frío como una rana) no habría pasado todo el dichoso vuelo en un puro nervio pensando que se me iba el avión de Rusia.

La cosa parecía haber enderezado el rumbo y pude abordar sin mayores contratiempos la nave hacia el destino moscovita, pero lo mejor estaba por venir. Por los amplios cristales del Sheremétievo (Aeropuerto de destino) se veía caer la nieve, la de verdad, la de las películas de mi infancia, de los muñequitos del Tio Estiopa y del perro Kastanca y yo tranquilo, emocionado y listo para ver entre la multitud de personas que esperaban fuera del control aduanero, alguien con un cartelito y mi ansiado nombre o la palabra CUBA.

Pero el bulto se fue disipando, cada cual agarró a su recién llegado y allí quedé yo, más solo que Adán en el día de las madres. Nadie vino por mí y ya casi eran las 12 de la noche. Recuérdese que estamos hablando de principios de siglo y eso de celular no era parte del equipo de viaje de un cubano. Yo llevaba una libretica de teléfonos que incluía hasta el número de los Bomberos de Siberia, pero un detalle, NO TENÍA TELÉFONO PARA LLAMAR A NADIE.

Sentado sobre una gran maleta de piel gris, atestada de libros y folletos, algunas artesanías y un poquito de ropa propia, sentí una añoranza terrible y unas ganas increíbles de estar en la terminal de camiones de mi pueblo y poder pedirle a cualquiera que me diera botella, pero la situación era sería y los taxistas me rondaban como tiñosas a mondongo en potrero, se anunciaban en inglés y en ruso y me incitaban a seguirlos, pero yo firme allí y hasta con miedo al secuestro.

Me palpé el bolsillo del pantalón y con dolor comprendí que debía echarle mano a los 15 USD que mi tía me había dado para una colección Matrioshkas. Decidí entablar un diálogo precario y semi-ruso con el más joven de los del gremio, casi por señas logré que comprendiera mi oferta de 5 dólares a cambio de identificar algún paisano suyo que hablara el español, el hombre cumplió lo que cual no era tarea difícil, teniendo en cuanta que aún estaban frescos los fuertes lazos de intercambio entre gentes de los dos países.

Frente a mí acudió un hombre viejo, que seguramente alguna vez estuvo por la isla, pero en ese momento mi curiosidad histórica estaba en cuarto menguante, así que le pagué los cinco al taxista y ahora usando mi querido español le ofrecí al otro 10 dólares por un teléfono para una sola llamada, el tipo muy complacido me buscó un aparatico móvil y yo, entre nervioso y feliz, pude llamar a la Embajada, donde un oficial de guardia con entera felicidad me dijo: CARAMBA JUAN MIGUEL, QUÉ BUENO QUE APARECISTE, PENSAMOS QUE SE TE HABÍA IDO EL VUELO EN PARÍS.

Más tarde supe que les habían dado mal mi horario de llegada y que se confundieron de vuelo, yo por mi parte dormí esa noche tranquilo, pero con más hambre que un piojo en una peluca, porque entre una cosa y otra, entre sustos y mapas, casi no probé bocado sobre los cielos de Europa.

(Tomado de La Bicicleta)