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La Habana de los guajiros o crónica de la ciudad interminable

Paseo Marítimo. Foto: Sonia Almaguer.

No una, sino varias veces han sido la primera vez que estuve en La Habana. Así como lo he escrito, en un plural del singular. Y no es porque de pronto yo ignore elementales reglas de la gramática, ni tampoco porque sufra paramnesia reduplicativa: suerte de alucinación que hace ver la existencia de un mismo escenario en lugares diferentes.

Si como dice Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias”, hay una lógica en ese milagro. Llegué a La Habana en agosto de 1972, con apenas 11 años, para participar en una competencia nacional de Círculos de Interés de protección y extinción de incendios, en la cual, por cierto, mi pequeña escuela de Taguasco obtuvo el primer lugar. Sin embargo, entonces para mí La Habana no fue la ciudad que hoy conozco, sino apenas el Acuario del Parque Lenin, lugar donde la maravilla no fue admirar peces de todos los colores, formas y tamaños, sino descubrir la exquisitez del “peter” de chocolate. El resto del tiempo permanecimos recogidos en una escuela de Arroyo Arenas, por la autopista del Mediodía, cerca del ya desaparecido autocine.

La Habana creció un poco más en 1976. Entonces yo era un Camilito, tenía 15 años, y como gané el derecho a participar en el Campeonato Nacional de Ajedrez de las Fuerzas Armadas, de pronto me vi hospedado en el hotel Saratoga, frente al Parque de la Fraternidad. La Habana me pareció Santa Clara, aunque mucho más fastuosa, sobre todo por el cine Payret, el Prado, el hotel Inglaterra y, desde luego, por el Capitolio, que por entonces acogía la Exposición de Logros de la Ciencia Soviética. Una tarde y mientras caminaba por el Prado, a través de una vidriera vi por primera vez un televisor a color. Hoy me resulta fácil de precisar la fecha. Era el 9 de septiembre de 1976, pues transmitían imágenes de China, en homenaje a Mao Tse-Tung, quien acababa de fallecer.

Vista aérea del Capitolio de La Habana. Foto: Sonia Almaguer.

Entonces creía que la ciudad terminaba un poco más al oeste, quizá por Galiano, hasta que en 1982, a los 21 años, participé en un torneo nacional universitario de ajedrez, cuya sede era cierto local cercano al Museo Napoleónico, a la vera de la Escalinata. ¡Cuánto se me expandió La Habana esa vez! A dicho torneo yo no asistía como jugador, sino como second de Jesús Hernández, excampeón nacional juvenil y actual Maestro FIDE. Nos hospedábamos cerca de la Avenida 41, en Playa.

Un día Jesús selló partida en un final de torres y peones y, aunque tenía ventaja, esta resultaba difícil de materializar. Yo le dije: “En el libro de Smyslov y Levenfish hay una posición muy parecida, jugada por Capablanca contra Yates, tenemos que hallar ese libro”. Total, por la noche nos fuimos a casa del MF Armando López, quien vivía en la calle Infanta; pero no hicimos el recorrido según manda la experiencia citadina, en guagua, sino caminando. Cruzamos el puente del río Almendares, desandamos todo 23, y así fue como descubrí La Rampa.

Cada vez que recuerdo La Habana, quiero decir, los tantísimos sitios que conforman La Habana, siempre los percibo de día. Evoco una ciudad absolutamente visual, de serenidad resplandeciente, pero no pasa lo mismo con la Rampa, la cual no solo imagino de noche, sino también mezclada con ruidos, voces y un remoto sentimiento de euforia. Pensarla es como regresar al prístino asombro de aquel Coppelia repleto de gente, impolutamente iluminado; a la aglomeración bajo las luces danzantes del Yara; al inquietante tráfico en la intersección con la calle L; a la majestuosidad de los hoteles Riviera y Habana Libre, entre otros.

¡Cuántos lugares descubrí más tarde, los cuales al evocarlos provocan un extraño sentimiento de nostalgia! No la añoranza del sitio en concreto, sino cierta pena con el niño que fui, a quien se le perdió algo valioso que en realidad nunca tuvo. Cómo me hubiera gustado, con diez o doce años, verme jugar sobre el puentecito de madera en la playa de Santa María, y allí suponer que me enfrento a John Silver, pirata pata de palo; o que de pronto embullo a mis compañeros de aula, y a punta de espada nos vamos juntos a tomar el Castillito de Río Cristal.

Hubo un tiempo en que, por razones de trabajo, viajaba con frecuencia a La Habana, e incluso pasé meses allí. También entonces, en cada simple salida a la calle, la ciudad nunca dejó de crecer. Una expansión palpable en lo espiritual, como descubrir el mismísimo regocijo en cada parque, rinconcito o doblar de esquina. Lo mismo frente a la tumba de La Milagrosa en el Cementerio de Colón, que en la Santa Metropolitana Catedral esculpida en piedra viva de Jaimanitas, en el Barrio Chino o el Club Capablanca, en la calle Obispo o la Playita de 16 donde, parafraseando a Silvio, cierta vez amé a una mujer terrible.

Como ha crecido La Habana y yo con ella. En todos estos años que la apropié, desde el Malecón y el cañonazo de las nueve, desde el estadio Latinoamericano y la Cinemateca de 12 y 23, desde el Gato Tuerto y el coro Exaudi, desde las Ferias del Libro de la Cabaña y la Virgen de Regla, desde la Finca Vigía y el pedacito de muralla que aún queda. Ay, y el snack bar del Hotel Nacional, el Castillo de la Real Fuerza, el Carmelo de Calzada, la sala teatro El Sótano, el Palacio del Segundo Cabo, la Piragua, la Biblioteca Nacional, el Zoológico de 26, el Cayuelo de Vía Blanca, el Túnel de la Bahía, la casita de Martí, el edificio Focsa, la Bodeguita del Medio, la Plaza de la Revolución, el Templete y la posada de 11 y 24.

Equilibrios en La Habana. Foto: Sonia Almaguer.

Junto a tantos y tantos habaneros imaginativos, dicharacheros, derrochadores de la risa, mirándola desde la lanchita de Regla, con la misma avidez y asombro con que al arribar a puerto la vieron Alejandro Humboldt, Winston Churchill, Emmanuel Lasker, Caruso, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca… Caminándola como Eusebio, el Caballero de París o el Andarín Carvajal. Con sus portones de madera labrada, las rejas de hierro forjado, los alfarjes con sus cuadrales; sobre los arcos tribulados o de carretes, o de medio punto, y los vitrales de rojos, azules, naranjas y verdes, “esos espejuelos oscuros de la ciudad”, según el decir de Carpentier; luces mágicas coloreando cimborrios, zaguanes, patios, colgadizos, bajo sábanas blancas colgadas en los balcones, ¡así La Habana! ¡Oh, La Habana! ¡Hermosa Habana! Ciudad interminable. Vieja mirada tan nueva. Siempre la primera vez.

(Tomado de La Jiribilla)