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Mi primer curso escolar

Ilustración tomada de "La bicicleta".

Hildelecio Abigail, alias LLoradera, estuvo sollozando ruidosamente cada mañana de los treinta días de septiembre de 1975. Fue la más antológica y magistral perreta en la historia escolar de mi barrio. Se prendía a la falda de su madre como pulga en guataca de perro y solo el necesario y firme tirón de la maestra Susana, permitía que la progenitora abandonara los predios de la escuelita rural. Después el muchacho se calmaba, el llanto se anulaba y al día siguiente la historia se repetía.

Nos iniciábamos todos por esa época en el mundo de las aulas y los maestros, veníamos de una primera infancia campestre, despreocupada y feliz, para enfrentarnos a ese universo nuevo que se llamaba curso escolar.

Algunos ya nos habíamos visto la cara antes en el tumulto de alguna piñata o en los columpios metálicos del parquecito infantil; otros, que eran la mayoría, resultaban extraños y en ciertos casos hasta amenazantes, como Rodolfo el Grande, mucho mayor que los demás e inexplicablemente repitente, por tres ocasiones, del primer grado.

Pero sobre todas las cosas, era un mundo fascinante con olor a lápices nuevos, pegamentos, libretas inmaculadas y atractivos textos de vivos colores. Todo era novedoso y cuando llegó el horario de recreo fue el momento de iniciar el largo y complejo proceso de socialización infantil, primero con la cercanía de los ya conocidos y luego con la creación de nuevos piquetes de acuerdo con diversas afinidades.

Cada cual llevaba su merienda, que por aquellos lares y en aquella época era bastante común, a base de pomitos con jugos naturales o refrescos de siropes y el archiconocido y siempre vilipendiado pan de la bodega (aclaro que entonces el susodicho alimento gozaba aún de un determinado prestigio y algo de grasa). Por lo general comíamos aquello debajo de las frondas de un tamarindo, sin egoísmos ni grandes diferencias en el binomio calidad-precio.

Ninguno de mis coetáneos se quedó fuera de la fiesta, ninguno faltó ese día, ya hacía más de 15 años que en toda Cuba (desde 1959) nadie era excluido de tan significativo acontecimiento. Todos con zapatos, todos uniformados y risueños.

Fueron jornadas felices e inolvidables. Éramos pequeños descubridores conquistando un nuevo mundo. No había destinos trazados, ni flotaba sobre la cabeza de alguien el halo del privilegio o las ventajas de alguna posición social. Desde aquel instante inicial, desde ese Big Bang educativo, sabíamos que se podían conseguir las profesiones más diversas y el futuro no nos preocupaba mucho, confiamos en él y puedo decir que a la mayoría no nos defraudó.

(Tomado de La bicicleta)