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Supremecía

La marca Supreme se ha popularizado en el mercado cubano. Foto: Tomada de Vistar Magazine.

«Nada es tan doloroso como ser como todo el mundo»

Honoré de Balzac

Cuando el novelista francés, infatigable estudioso, pretendió con la comedia humana, describir con precisión la sociedad parisina del siglo XIX, y hacerle “la competencia al registro civil”, le era imposible imaginar que casi par de siglos después en el Soho neoyorquino, un emigrante británico iba a popularizar a Supreme. Marca surgida bajo estándares distintivos de comportamientos y conductas, con esencia similar a los de la época del escritor galo. En contextos diferentes, claro está.

La tipografía se iba a convertir en el sello exclusivo de la cultura snob de jóvenes skaters y patinadores de Manhattan. También en algunos barrios californianos, y en los amantes del arte pop contemporáneo que se cuentan por millones extra fronteras norteamericanas, experimentarían el fenómeno.

Aunque con lógicas variables, las dinámicas sociales de muchas de las novelas de Honoré, en materia de aceptación e integración, resultan muy similar a las de 1994 cuando James Jebbia memorizó varios de los trucos del mercado para hacer de Supreme un referente. Tenis, camisetas de la marca llegan incluso hasta la anatomía de los habitantes de esta isla caribeña, que dejó atrás hace mucho el legado de patrones soviéticos.

Tampoco el británico Jebbia, que iba a tener su litigio por plagio— porque cuando el pastel crece todos queremos un pedazo—, supondría que en Cuba iban a recalar contenedores repletos de atuendos Supreme; y que la gente no se treparía en patineta alguna para asistir con sus prendas a fiestas de quince, bodas, graduación, y los cumples del vecino en el barrio. ¡Ahí está el Féisbu que no me dejará mentir!

Los cubanos, que hace mucho en cuestiones de farándula tenemos impresa la cultura occidental, actuamos como todo ser gregario; ganado pastoreado, cae siempre en el rebaño de la moda. Porque necesitamos ser aceptados socialmente, y porque pretendemos distinguirnos dentro del igualitarismo impuesto por la industria cultural. Tal y como lo describieran Max Horkheimer y Theodor Adorno en su Dialéctica del iluminismo.

“La violencia de la sociedad industrial obra sobre los hombres de una vez por todas. Los productos de la industria cultural pueden ser consumidos rápidamente incluso en estado de distracción.

La participación en tal industria de millones de personas impondría métodos de reproducción que a su vez conducen inevitablemente a que, en innumerables lugares, necesidades iguales sean satisfechas por productos standard.

Continúan los avezados del tema, y termino de teorizar el asunto:

“Como los habitantes afluyen a los centros a fin de trabajar y divertirse, en carácter de productores y consumidores, las células edilicias se cristalizan sin solución de continuidad en complejos bien organizados. La unidad visible de macrocosmo y microcosmo ilustra a los hombres sobre el esquema de su civilización: la falsa identidad de universal y particular. Cada civilización de masas en un sistema de economía concentrada es idéntica y su esqueleto —la armadura conceptual fabricada por el sistema— comienza a delinearse”.

Supreme, al menos en Cuba, no solo ha llegado para imponer precios disparatados en toda la red de negociantes bajo costo, además provoca un ruido visual en carnavales, paseos, y en cualquier encuentro público en que se pretenda presumir de un supuesto sello distintivo. La “anuencia” de pertenecer a cierta y determinada clase social. Baratijas del snob moderno.

Los SupremeClientes caribeños, en su gran mayoría, desconocen de cualquier práctica urbana relacionadas a skater, patinetas, ni siquiera han visto la serie televisiva Adrenalina 360. ¡Pero usan Supreme! Al carajo lo demás.

Triste, la verdad. La originalidad queda deshecha. El juzgado para el que no se Supremiza parece xenófobo. Se penaliza la capacidad de ser distinto. Y viene el bullying en las redes sociales, en la escuela, en la disco. Porque no se te perdona ser cheo, desactualizado textil.

Alegres y contagiosas víctimas de las reglas del mercado seguiremos vistiendo Supreme, como en los 80 se nos exigió Ralph Lauren. En décadas venideras portaremos otra para protagonizar alguna cuartilla de Balzac. Clones de una sociedad donde te ajustas a las reglas o no existes. Seguiremos provistos de cuños; especie de solapín para marcarnos y hacernos diferentemente iguales al resto.