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Choque de realidades en el Centro de Operaciones de Emergencia (+ Video)

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Los que le dan la cara al pueblo son los empleados del gobierno de diversas agencias que están trabajando como voluntarios. Foto: www.elnuevodia.com

I.

Ramón Encarnación se mueve a paso lento con ayuda de un andador hasta una mesa plegable que queda a las afueras del Centro de Convenciones de San Juan.

Una mujer lo atiende y en menos de 10 minutos lo despacha. Encarnación sale de la fila con un papel naranja que sostiene en sus manos temblorosas. “Me dieron este papel para que llame”, dice con sus espejuelos al borde de la nariz y sin despegar la mirada del papel.

El hombre de 68 años vive en la urbanización Caparra Terrace, en Río Piedras. Con el azote del huracán María, que devastó la isla el pasado 20 de septiembre, perdió parte del techo de su casa. Lo único que quiere es un toldo de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencia (FEMA) para proteger lo que le queda. Pero lo que consigue es un papel fotocopiado con un número de teléfono.

“Yo no sé que voy a hacer porque yo mismo no tengo teléfono. Es mi esposa, que a veces le entra señal”, lamenta el hombre, quien al igual que una inmensa mayoría en el país, está incomunicado luego de que colapsaran las telecomunicaciones a causa del ciclón.

A solo pasos de Ramón Encarnación, hay cientos de empleados de FEMA en el interior acondicionado del Centro de Convenciones de San Juan, donde se coordina la operación de emergencia del gobierno local y federal. La agencia tiene para ellos la mitad del segundo piso de la estructura, así como el tercer piso completo. Pero no hay una sola persona de la agencia que pueda atender a Encarnación. Ni una sola que pueda ayudarlo a gestionar la llamada con un teléfono que funcione, con una computadora o tan siquiera con un papel y un bolígrafo. Ni una sola para ayudar a decenas de ciudadanos que llegan día a día hasta allí buscando lo vital: agua, comida, techo.

Los que le dan la cara al pueblo son los empleados del gobierno de diversas agencias que están trabajando como voluntarios. Ellos son los que sirven de intermediarios entre los que están adentro y afuera de esta grandilocuente estructura vidriosa, en forma de ola, donde se vive una realidad distinta a la que enfrentan cientos de puertorriqueños y puertorriqueñas.

II.

El olor a humedad y alfombra ‘abombada’ penetró como una advertencia de los tiempos tormentosos. Eran las 4:30 de la tarde del viernes, 22 de septiembre, dos días después del paso de María, y los periodistas entrábamos al Centro de Convenciones donde estaría el recién creado Centro de Operaciones de Emergencia (COE) del gobierno.

Subimos al segundo piso de la imponente estructura, que funcionaba a medias con una planta eléctrica, hasta llegar a uno de los salones de conferencias, donde hablaría el gobernador Ricardo Rosselló Nevares.

El primer ejecutivo entró al salón a eso de las 5:00 de la tarde, flanqueado por varios jefes de agencias estatales y federales. Luciendo un abrigo azul marino de lluvia, Rosselló Nevares informaba sobre las últimas emergencias debido al ciclón y contestaba preguntas de la prensa local y de alguno que otro medio internacional. Confirmaba las primeras muertes y pintaba un panorama complejo con un país incomunicado, sin agua ni luz.

Aquella modesta operación inicial del COE se amplió durante el fin de semana. El lunes, 25 de septiembre, el Centro de Convenciones amaneció custodiado por la Policía. El espacio se habilitó con internet, se encendieron los aires, se trajo comida y se ubicaron mesas en el segundo piso para los medios internacionales, los cuales se duplicaron.

Llegaron cientos de militares uniformados de Estados Unidos, estaba la Guardia Nacional y personal de FEMA. Los distintos secretarios y directores de agencias poblaron los pasillos, ofreciendo datos y cifras, muchas veces imprecisas. “Todo está marchando, la ayuda está llegando, hay que mantener la calma”, se les escuchaba decir. Pero algunos alcaldes llegaban con otras historias desde sus pueblos.

“¡No me están resolviendo, no me están resolviendo!”, exclamaba el acalde de Manatí, José Sánchez. “¿Tú sabes de dónde yo estoy buscando agua? ¡De una piscina! Recogiendo agua de una piscina. Pero ya se me está acabando”, clamaba ante los medios, exigiendo agua para su municipio.

Los secretarios de prensa de Fortaleza y de otras agencias de gobierno anotaban peticiones, contestaban preguntas, tratando de trazar una organización. “¿Dónde está el director de la Autoridad de Energía Eléctrica?”, “¿Cuántas muertes han confirmado?”, eran preguntas que se repetían. Los programas de radio transmitían en directo ante la vista de todos, mientras periodistas internacionales trataban de averiguar cómo podían llegar a Utuado.

A mediodía de aquel lunes se entregaron unos boletos para el almuerzo. Desde el área donde cuatro empleados servían el bufé, se podía mirar hacia el amplio salón del primer piso del Centro de Convenciones, donde se observaban decenas de damnificados del huracán Irma y María. La mayoría estaban acostados en catres, arropados hasta la cabeza con lo que se pudieron llevar de sus casas. Una mujer dormía acurrucada a su niña, quizás pensando en el hogar al que no podrían volver.

Días después, esos damnificados fueron relocalizados en el Departamento de Recreación y Deportes, en San Juan. El espacio donde estaban sería utilizado para los militares, a quienes se les daba la bienvenida con aplausos.

A la entrada del Centro de Convenciones de San Juan, sin embargo, decenas de personas hacían fila bajo el sol buscando alguna ayuda, alguna orientación, alguna respuesta ante tanta devastación. La Policía que custodiaba el edificio trataba de resolver. No podían entrar, pero los iban a atender. Esa era la promesa.

III.

La mañana apenas se asoma cuando varios militares uniformados hacen fila para desayunar en el Café Caribe del Centro de Convenciones.

Se saludan en inglés y hablan sobre temas casuales. El día en San Juan muestra la idílica postal del Caribe: soleado, despejado. Ellos aprecian la belleza brutal de esta isla desde el interior del edificio. Acá adentro hace frío. El aire acondicionado está en su máximo nivel y algunos se calientan con un café humeante. La fila del desayuno va avanzando y ya se aprecia el menú del día: revoltillo, tostadas francesas y salchichas italianas.

“Good morning!”, les dice a los militares una menuda mujer puertorriqueña que los atiende. Ellos sonríen, le indican lo que quieren y siguen hacia un salón con mesas donde hay algunos de los 10,363 militares que se encuentran en la isla para trabajar en la emergencia que ha dejado el huracán María.

La mujer que sirve es de Corozal. Se levantó a las 3:00 de la mañana para llegar aquí a las 8:00 am. “Mi pueblo está devastado”, nos dice casi entre dientes, mientras sigue sirviendo el desayuno con una media sonrisa.

Minutos antes, a las afueras del Centro de Convenciones, el general tres estrellas Jeffrey S. Buchanan -encargado de las operaciones militares en Puerto Rico- se monta en una mini van negra con otros tres militares a un rumbo desconocido.

Horas después aparece la primera protesta. La Colectiva Feminista en Construcción denuncia que hay gente pasando hambre, sed, y afirma que el gobierno está en una burbuja. “Es muy fácil llamar a la calma desde el privilegio y las comodidades”, expresa la joven Glorimar Santiago, mientras sus compañeras exigen “agua, comida y fuera la milicia”.

IV.

A Faustino Betancourt le funciona el 20% de su corazón. No puede caminar bien por su condición, pero ha llegado hasta el COE porque hay un brote de conjuntivitis y gastroenteritis en su comunidad, Los Lirios, en Cupey.

Se para a la entrada del Centro de Convenciones y busca hablar con algún funcionario de gobierno. Pesca con la mirada a todo aquel que tiene apariencia de oficialidad y los detiene para explicarle sobre la emergencia. Le responden que espere un momento, que alguien lo atenderá.

En eso una señora interrumpe y pregunta. “Permiso, ¿para uno llenar lo de FEMA?”. Se llama Ivonne Quiñones, es de Caimito, en San Juan, y perdió su hogar. “El techo, la cama, la nevera, las ventanas… Todo, todo se me fue”, reitera la mujer quien ha encontrado refugio en la casa de su madre.

Se queja de que nadie del Gobierno ni de FEMA ha pasado por su comunidad y que ha llamado al número telefónico de la agencia federal, pero que nadie le contesta. “Me dijeron que pasara por aquí más tarde, pero llevo esperando horas, así que parece que no”. Es la segunda vez que viene a pedir ayuda y se va con las manos vacías.

Faustino Betancourt ha tenido mejor suerte. “En la nota, si quieres, pon que se habló con el subsecretario de Vivienda (Dennis González) y dijo que a la 1:00 de la tarde va a llegar la ayuda”, comenta satisfecho.

Mientras tanto, han dejado entrar al edificio a Iris Rivera, paciente de cáncer de seno. Todo lo que Iris busca es una caja de agua... solo una caja de agua. “Lo que quiero es que me digan dónde puedo buscar suministros porque supuestamente hay mucho, pero no los veo”. “Míralos ahí, los militares se lo están comiendo”, dice la mujer que la acompaña.

Cerca de ellas, personal de la Comisión de Servicio Público atiende a los transportistas. En una semana han llegado 174. A cada uno se les anota en una lista y se les pide un número telefónico para contactarlos en caso de que el gobierno u otra agencia los necesite.

Luis R. Díaz, quien trabaja en la compañía Yiyi Transport, de Vega Baja, a cargo del puertorriqueño Benjamín Rosario, espera con los brazos cruzados a que su jefe termine de hablar con alguien que lo orienta.

“Tenemos todo al día, licencias, todo, pero nada. Lo que veo aquí es un monopolio. Están beneficiando a los pulpos grandes, a las compañías privadas”, opina para luego explicar que lo que quieren es que ellos trabajen como transportistas para otras compañías. Su jefe se acerca y afirma que en el país “hay camiones pa’ mover esto”, pero que el gobierno está esperando por los de Estados Unidos que “se quedarán con los contratos”.

La denuncia se interrumpe con vítores y aplausos que llegan desde el segundo y tercer piso, donde está la jerarquía militar. “Parece que uno cumplió años. Ellos mismos le estaban cantando”, explica un Policía, quien controla el paso a esos niveles de autoridad.

Afuera, Vilmarie Ramos vive otro tipo de celebración junto a sus hijas de uno y siete años. El huracán María les arrebató su casa, pero han conseguido un “vuelo humanitario” a través de Turismo para irse a Miami, donde vive el papá de la joven madre.

“Ella cumple años el sábado”, comenta Vilmarie mirando a su hija mayor. “Dice que su abuelo la va a llevar a Disney. Ella piensa que va de paseo”, manifiesta, mientras le acaricia el pelo a la niña.

En esas vuelve a aparecerse por allí Faustino, el hombre del residencial Los Lirios, de Cupey, con su corazón roto. “Nunca llegaron”, lamenta. “Dijeron a las 12:30 y esperamos hasta las 2:30 y nada. Nadie llegó por allí”, comenta como si le extinguiera la esperanza. Busca al subsecretario del Departamento de Vivienda, pero ya no está, no aparece.

Dentro del Centro de Convenciones, en tanto, sigue el sube y baja de militares y funcionarios por las escaleras eléctricas y los periodistas esperan a la próxima conferencia de prensa del gobernador. Los jefes de distintas entidades gubernamentales siguen hablando con los medios del proceso de recuperación, de las leves mejorías, a pesar de que todavía hay comunidades incomunicadas y no se tiene certeza de la cantidad de muertos.

A las 5:40 de la tarde suena el piano de cola ubicado en el primer piso del COE, donde han reubicado a la prensa, que ahora no tiene acceso a los pisos de alto rango. Alguien que no veo toca “Imagine all the people…”, de John Lennon. Pero no hay que imaginar a nadie. Están ahí, detrás de esa frontera, detrás de esas puertas de cristal, donde se revela el más brutal y desesperanzador de los paisajes.

(Tomado de www.elnuevodia.com)

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