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Felicidades al hombre que nos enseñó a vencer

En solo 7 minutos  al tomar el podio en la Cumbre de la Tierra, realizada en Río de Janeiro en 1992, Fidel señaló claramente a los culpables del deterioro medioambiental y planteó el camino para su solución: pagar la deuda ecológica y no la deuda externa.

Fidel Castro. Foto: Archivo

Por Lilibeth Alfonso Martínez

Los primeros recuerdos que tengo de Fidel son aquellos discursos enormes que
no me dejaban ver los muñequitos y se alargaban mucho más allá de la hora de
la novela. Desde entonces, me preguntaba cómo aquel hombre podía hablar
tantas horas sin parar, y mantener al auditorio, a pesar de las horas, en
vilo, dispuesto al aplauso al final de cada frase magnífica.

En casa, lo escuchábamos también, y la vecina de al lado, y la de más allá,
y el señor de la esquina, tanto lo seguían que el discurso seguía su línea
imperturbable incluso si decidías salir de casa, si te animabas a ir a la
otra cuadra, al parque, al otro extremo de la ciudad.

Acuñó frases que han quedado para la historia y que siempre supimos con alas de posteridad. Era un orador de aquellos de la escuela de Martí, que era monte donde el arbusto mandaba, pero también sabía ser ciudad.

Con el tiempo, yo también comencé a prestarle atención a las palabras de
aquel hombre que, cosas del destino, también tenía una estatura de gigante.

No me tocaron sus tiempos más enérgicos. De hecho, siempre voy a tener la
sensación de que me perdí lo mejor de la vida de ese hombre, aunque para
siempre atesoro la suerte compartida de coincidir con él en este tiempo, por
suerte, todavía.

De sus cualidades, es acaso el sueño su mayor mérito. Esa voluntad, mitad de soñador y mitad de luchador, que encuentra caminos hasta en la más feroz escarpada y que nos hizo resistir y vencer resistiendo, en un tiempo en el que todos apostaban por la fecha de la caída.

Y su solidaridad, que se emparenta con el amor medido con una cuerda atada
de un extremo y lanzada al viento. La solidaridad que lo hizo traerse a
niños de Chernobil, y lo llevó a involucrar a todo un país, al otro lado del
oceáno, en la libertad de varias naciones africanas -historia incomprendida
muchas veces, y a fundar junto a Chávez la Misión Milagro y antes de ello,
todas las misiones internacionalistas de médicos, profesores…, por más de
100 países.

Como todos las niñas, y las jóvenes, y las mujeres cubanas…, también me
enamoré un poco de él. Atrapaba pedazos de historias aquí y allá para armar
el laberinto de sus modos. María Comité, apodada así porque la Federación
era toda su vida, me aseguró una vez que su abrazo era fuerte y sincero, y
que aquel hombre te miraba a los ojos, “se las arreglaba para mirarte a los
ojos”.

Alguien me habló de su voz, que podía ser casi inaudible, o tronar desde el fondo del pecho, y de sus manos, arregladas hasta el hartazgo, coronadas por unos dedos finos y de trazos feroces, terminados en uñas cuidadísimas.

Y como casi todas, pasé del amor adolescente a la más fiera admiración,
incluso en medio de sus errores, porque errores tuvo como todos, y ese
recordatorio que detrás de aquel gigante que todos, alguna vez, creímos
invencible -capaz de darle de costado a la propia muerte que tantas veces
coqueteó en su camino-, había un hombre, me lo antojó más grande.

“Fidel nos enseñó a vencer”, dijo ante cientos de estudiantes guantanameros
el Héroe de la República de Cuba, Fernando González, y creo que dió en el
clavo. Otros nos enseñaron muchas otras cosas, pero usted, Comandante,
simplemente, nos enseñó a vencer. Felicidades.

(Tomado de La esquina de Lilith)